Richard Ford, en Oviedo en 2016, donde recibió el premio Princesa de Asturias. ANDER GILLENEA-AFP

La escritura realista de finales del siglo XX

Richard Ford, con Raymond Carver y Tobias Wolff, entre otros, lideró un movimiento que renovó la narrativa estadounidense en los ochenta

Viernes, 31 de enero 2020, 07:22

En el invierno de 1994 viajé por primera vez a los Estados Unidos, ese lugar soñado tantas veces y entrevisto en tantas películas y novelas. En la librería de la universidad encontré una antología de cuentos americanos contemporáneos. Antes de abrir sus páginas pensaba en ... Ernest Hemingway, Francis S. Fitzgerald, William Faulkner, incluso Richard Wright o Zora Neale Hurston; por supuesto, en las escritoras sureñas: Carson McCullers, Eudora Welty o Katherine Anne Porter. Me encontré, sin embargo, con una lista de autores que me resultaban totalmente desconocidos: Dorothy Allison, Ann Beattie, Stuart Dybek, Ralph Lombreglia, Joyce Carol Oates, Jayne Anne Phillips, Susan Power, John L'Hereux, John Edgar Wideman y varios más, entres quienes, por suerte reconocí el nombre de Richard Carver. También incluía un relato de Richard Ford. 'Contemporáneos' se refería a relatos escritos en los últimos quince años por escritores aún no consagrados, con la excepción, una vez más, de Raymond Carver, por entonces ya difunto. En la habitación del albergue donde me alojaba leí una por una todas las historias, asombrado de la versatilidad del género y de la maestría de la mayoría de los escritores.

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Ahora que ese tiempo es ya pasado que se deshilacha, con el libro entre mis manos una vez más, vuelvo a sorprenderme de la cantidad de cuentistas que incluía, algunos de los cuales tuvieron un éxito más o menos aceptable, otros desaparecieron cual estrellas fugaces después de uno o dos libros, y los menos lograron una carrera literaria internacional. De Lombreglia, L'Hereux y Beattie apenas supe nada, a Dybek lo seguí leyendo conforme publicaba sus relatos –y siguieron sorprendiéndome–, de Carver, Ford y Tobias Wolff, el compilador, leí todo lo que sacaron. Eran –lo pensaba entonces y me ratifico en ello– los mejores narradores de la década de 1980 y de lo que entonces llevábamos de la de 1990.

Estos escritores reaccionaban –aunque eso no lo sabía entonces– contra lo que había sido la novela experimental de 1960 y 1970, un tipo de novela que, agrupada bajo el término 'posmodernista', englobaba desde las novelas de Vladimir Nabokov hasta las narraciones de Thomas Pynchon. Narraciones donde el argumento pasaba a segundo plano y el desmontaje de los recursos narrativos ocupaba un lugar destacado, quizás demasiado destacado. El agotamiento narrativo tenía como causas –al menos eso señalaban sus promotores– el estado de la sociedad norteamericana, angustiada y atrapada entre la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, la sociedad de consumo, que llevaba indefectiblemente a la pérdida de los valores humanos, y algunas otras que mejor no recordar por lo ridículo de sus propuestas. En realidad, los novelistas intentaban llevar al punto de no retorno la experimentación que Faulkner había comenzado, e incluso antes que él Herman Melville en sus últimas novelas. A finales de 1970 el agotamiento de cualquier propuesta vanguardista era perceptible para cualquiera.

Hay quien piensa que Ford, Carver, Beattie o Power surgieron como un recambio de la novela posmodernista. Hubo –es cierto– una 'operación editorial' por parte de Granta para promocionarlos pero sería más correcto pensar en esfuerzos singulares que tuvieron repercusión pública gracias al genio de algunos de ellos y al interés de los lectores. La vida angustiada y angustiosa de algunos americanos de clase media alta en una sociedad desquiciada –o más claramente, histérica– contada de un modo en que se observan sobre todo las fallas epistémicas –de comprensión, por decirlo de un modo más llano– del mundo –que, a todo esto, tampoco es seguro que ese mundo lo conozcamos tal y como es sino tal y como se nos aparece– tenía un recorrido corto en lo que se refiere a lectores.

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Caso muy distinto era el de personajes que observan el mundo con candor o simpatía o cordialidad, gente que intenta comprenderlo, que busca su lugar en la sociedad, preguntándose con frecuencia quiénes son o qué es la vida. Así, Dorothy Allison escribió 'Río de nombres' en que una mujer recuerda su infancia en una pequeña ciudad, su numerosa parentela, los suicidios de entonces, el descubrimiento de su identidad sexual. Stuart Dybek, en uno de los relatos más logrados del libro, 'Chopin en invierno', narraba la historia de un niño de familia polaca que escucha desde su cuarto a la vecina tocando el piano mientras afuera el mundo gira incomprensible. También había una historia sobre una madre india que, a la hora de morir, revela algunos secretos, o la de un hombre que quiere ser director de cine u otra sobre un sacerdote que recuerda en su vida la presencia intermitente de sus padres. Por supuesto, la antología incluía 'Catedral' de Carver, la narración de un marido que ha de acompañar al amigo ciego de su mujer y 'Rock Springs' de Ford, la historia del narrador y Edna, su compañera, dos personajes marginales que han tenido problemas con la policía y van de camino de Tampa. Fue, sin duda, uno de los que más me sorprendió, por la compasión que el autor mostraba hacia sus personajes, por el lenguaje despojado de todo sentimentalismo, por la ausencia de todo lo que era innecesario.

Algunos críticos dijeron que eran los narradores de la era Reagan, sin saber muy bien qué querían decir. Era solo una arremetida vulgar de alguien que carece de argumentos. Eran narradores que contaban lo que sucedía en torno a ellos, las innumerables historias de una América que parecía no tener lugar en la triunfal propaganda que cubría las noticias sobre Estados Unidos. No eran vidas heroicas ni tampoco angustiadas; eran, sí, historias persuasivas sobre personajes igual de convincentes contadas de un modo realista que es –no deberíamos olvidarlo– el modo que mejores obras ha dado en la literatura norteamericana. Eran, finalmente, historias morales, que acababan con una revelación en que el protagonista vislumbraba –muchas veces de manera brumosa– lo que era el mundo, lo que él mismo era y hacía allí. Todos aquellos escritores mostraban una creencia extraordinaria en la capacidad que tenía la literatura para explicar la vida; algo que, probablemente, no haya vuelto a ver desde entonces.

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