Más conocida como poeta, Ana Blandiana es también una prosista de mucho fuste. Mientras que en sus poemas pierdo pie con frecuencia y se me suele escapar su sentido, sus relatos, con «un aura misteriosa y estremecedora», según el crítico germano Klaus Hensel, me atraparon ... desde que di con 'Proyectos de pasado', once historias que conforman «un todo sin aparente relación entre sí», palabras de la experta en su obra Viorica Patea, a la que recurriré en adelante, pues tanto en este libro, a modo de prólogo, como en el que citaré con posterioridad, en forma de epílogo, establece a la perfección las coordenadas literarias e históricas –entre la denuncia del terror algo orwelliano y el testimonio, en calidad de testigo de su tiempo y del de sus padres, de la deshumanización y la miseria– en las que se mueve esta autora que tomó para su apellido, como seudónimo, el pueblo transilvano de donde era natural su madre.
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En su prosa, Blandiana mantiene de continuo su conciencia cívica alerta, «una especie de juicio, no del espíritu, sino de la materia, una astucia del cuerpo dirigida en contra de todo universo hostil», como precisa Patea. En el cuento que da título a 'Proyectos de pasado', la celebración de una boda de campesinos «acomodados» provoca un arresto masivo y deportación a una especie de colonia penitenciaria, aislada, en la que retoman la supervivencia como robinsones, con las colectivizaciones forzosas, los desaparecidos, las cárceles y campos de concentración como telón de fondo. En la mayoría de los relatos del libro, su interpretación, así como los desenlaces, queda abierta para el lector. «Su significado último se escapa constantemente», señala Patea, de tal manera que el enigma potencia el efecto. No en vano la autora ha declarado que su narrativa oscila «entre lo visto y lo invisible, lo dicho y lo indecible, lo posible y lo imposible, entre lo que se amolda a las formas fijas de la realidad y lo que palpita solamente en las zonas libres de la imaginación».
Su primer libro narrativo, aunque en España lo publicó Periférica años después, compuesto por cuatro relatos, es 'Las cuatro estaciones', desolador desde su portada: la fotografía de un campo nevado, con neblina heladora de fondo, árboles ateridos, un poste telefónico inclinado, medio caído, palos dispuestos como precarias barreras o vete a saber qué chifladura demencial propia del destartalado socialismo real rumano. En sus páginas, no duda, tras atravesar como una sonámbula unas grises, funcionales colmenas de hormigón y llegar a una llanura aterradora en dirigirse despectivamente incluso a los cargos políticos de la nomenklatura metamorfoseados en ejército de espantapájaros: «Sois unos adefesios espantosos. Estáis clavados a la realidad». La literatura se entiende como una forma de dignidad y resistencia.
Como sucedió entre nosotros durante la dictadura franquista con el teatro, sobre todo el de Buero Vallejo, y la novela, preferentemente en los estertores del régimen, a Blandiana no le quedó otra, para sortear en la medida de lo posible la censura y la persecución, que recurrir, como vamos apuntando, a lo simbólico, la alegoría o bien a la parábola, cuando se impone lo ético, a fin de revelar desde lo asombroso los opresivos mecanismos sociopolíticos del totalitarismo. Así sucede, entre otros, ya en el relato inicial de 'Las cuatro estaciones', 'La capilla con mariposas', en el que lo mágico se enfrenta al fétido olor de lo cotidiano, podrido. O en el primero, también, de 'Proyectos de pasado', sobre un delfín varado en una playa al que confunden con una figura de plástico, porque bajo el adoctrinamiento oficial es difícil deslindar la verdad del simulacro.
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El aflorar de lo fantástico, a veces de apariencia onírica o misteriosa, desde lo real, que por transferencia alegórica nunca se abandona como referencia, ha hecho que la crítica especializada haya situado a Blandiana en la órbita de Edgar Allan Poe, el pionero, o Franz Kafka, seguramente el más diestro ejecutor contemporáneo. Por mi parte, siempre la he emparentado, a partir de esa extrañeza y de la capacidad de derivar, al cabo elevar, lo rutinario a portentoso e inverosímil, en su deformación cuasiesperpéntica de la infame realidad que ambas han sufrido en carne propia, con su medio compatriota Herta Müller, otro descubrimiento deslumbrante de la literatura del Este, gracias a aquellas narraciones, que publicó Siruela antes de que fuera relativamente conocida debido a la concesión del Nobel, caso de los cuentos de 'En tierras bajas' o las novelas 'El hombre es un gran faisán en el mundo' o 'La bestia del corazón', en torno a la minoría germana suaba de su Banato natal.
Tal vez el expresionismo de Müller sea más desaforado, casi alucinatorio, y su estilo más desnudo, forjado a base de frases cortas como martillazos de raíz metafórica. Pero en las dos la memoria, vertida en la autoficción como motor de una narratividad que retrata más que lo íntimo el entorno, adquiere tintes líricos –bastaría recordar la visión marítima de las primeras páginas del apocalíptico 'La ciudad derretida', el somnoliento cuento veraniego de 'Las cuatro estaciones', con un amanecer lívido, borroso, como envuelto en fango, tal el día a día de la vida bajo la dictadura burocrática– de una imaginación prodigiosa, fantasmagórica, visionaria, cercana al realismo mágico, y la corrupción y opresión generalizadas se reflejan en detalles insólitos e incomprensibles –los frutos pudriéndose, abandonados, en medio de la ruina absoluta, que hacen fermentar a la tierra en 'En el campo''–, que balizan las historias de manera grotesca, rozando lo absurdo, y a ver qué remedio les quedaba para representar el espantoso régimen comunista, especialmente en el delirante período de Ceaucescu. Como indicó la propia Blandiana, y no se me ocurre mejor apreciación para su narrativa, «lo fantástico no se opone a lo real, es sólo su representación más llena de significados».
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