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Jorge Praga
Valladolid
Jueves, 5 de diciembre 2019, 21:14
«Antes mirábamos hacia arriba buscando qué lugar ocuparíamos entre las estrellas. Ahora miramos hacia abajo angustiándonos con qué lugar ocuparemos entre el polvo. Es como si hubiéramos olvidado quiénes somos: exploradores, pioneros, no cultivadores». Es la queja con la que arranca 'Interestelar' ... en boca de su protagonista, un antiguo piloto de viajes espaciales que tras la crisis que derrumba su sociedad avanzada debe preocuparse por cultivar la tierra para poder comer. Las tormentas de polvo arruinan las cosechas, y en unas escenas que evocan 'Las uvas de la ira' los granjeros emigran en busca de sustento. En los años 30 del siglo XX la epopeya escrita por John Steinbeck y filmada por John Ford se subía a la caravana de hambrientos que vagaba de un estado a otro. Bastantes décadas después, el personaje de la película de Christopher Nolan busca los caminos salvadores en el cielo de planetas y estrellas. El viaje, terrestre o cósmico, es el motor de una promesa de redención.
La búsqueda de nuevas fronteras, el paso hacia tierras inéditas, ha ido pegada al cine desde su nacimiento. Al poco de registrar su invento los hermanos Lumière enviaron operadores con cámara y película virgen a destinos cada vez más alejados de París. El invento construía una nueva forma de exploración, era en sí mismo la propuesta de un viaje hacia lo desconocido. En un par de años Georges Méliès incorporó la otra gran veta indagatoria: la imaginación. Bajo su impulso los fondos submarinos o la superficie lunar fueron aterrizando en la pantalla. La cámara alcanzaba las fronteras y confines que la sociedad demandara: podía contar la mitología norteamericana de la conquista del Oeste, habitar las profundidades de la selva africana o rehacer a conveniencia distintos conflictos bélicos. Detrás de esas decisiones estaban las angustias y las esperanzas del público que luego las reconocería frente a la pantalla. Con ese enganche sociológico es fácil hermanar al protagonista de 'Interestelar' con el espectador actual: su civilización en ruinas está en nuestro horizonte, tal vez su pesadilla sea la que les espera a nuestros nietos. De esas predicciones pesimistas ha ido surgiendo el género cinematográfico de un viaje cuyas coordenadas ficcionales son el tiempo futuro y un espacio que desborda necesariamente, por caduco y limitado, el del planeta terrestre.
El asentamiento de ese género tiene un canon nítido e indiscutible: '2001: una odisea del espacio'. Un título de aires homéricos en el que solo se agosta la fecha, anotada sin margen previsor en el guion de Arthur C. Clarke. La película que firma Stanley Kubrick en 1968 labra una estética del cosmos y las naves que lo surcan que cincuenta años después se muestra imbatible, prolongada en numerosos epígonos. Su columna vertebral es un viaje de investigación antropológica, una búsqueda de explicación para un misterioso monolito de geometría platónica localizado en otro planeta. Y la prueba central que debe superar el tripulante para hacerse merecedor del destino es la larga pelea que le enfrenta al robot rebelde, el inolvidable HAL, la máquina que presiente su propia muerte. Tras la victoria se abrirá la puerta de una cuarta dimensión cósmica para engendrar un nuevo ser humano. Un final ambicioso y desbordado en el que se dejan ver las costuras físicas de la teoría de la relatividad.
Desde entonces el cine no ha dejado de embarcarse una y otra vez en esa prospección del futuro. Andréi Tarkovski le dio raigambre metafísica en 'Solaris' (1972), mientras que Ridley Scott introdujo en la nave espacial de 'Alien' (1979), con soltura hollywoodense, el peligro del monstruo informe y desconocido. Pero ha sido en estos últimos años de nubarrones ecológicos y climáticos cuando se han generado con más energía nuevas búsquedas espacio-temporales. 'Gravity' (2013), de Alfonso Cuarón, inyecta humanismo a un vagabundeo solitario en el espacio. Ridley Scott traslada en 'Marte' (2015) la epopeya didáctica de Robinson Crusoe a la superficie del planeta rojo. La ciencia también aporta ideas: los agujeros negros de la física teórica marcan el final del trayecto de Claire Denis en 'High Life' (2018).
Tal vez la historia más pegada a nuestros fantasmas sea la que propone 'Interestelar' (2014). Se ubica en un tiempo tan avanzado que los viajes espaciales son recordados como falsas antiguallas. En la escuela se explica que la llegada a la Luna no fue más que una mentira estratégica ideada para buscar la ruina de los competidores soviéticos. En ese ambiente colectivo de derrota el protagonista descubre un pequeño reducto secreto de la NASA que no acepta el fin de las exploraciones espaciales. Unos versos de Dylan Thomas guían la rebeldía del grupo: «Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz…». El viaje que parte en pos de nuevos planetas donde rehacer la vida humana se construye con explicaciones científicas, no siempre fáciles de asimilar, sobre agujeros negros y agujeros de gusano. Pero la física teórica redime su potencial narrativo con la explotación de la paradoja del tiempo relativista: para los que viajan a velocidades cercanas a la de la luz el tiempo transcurre sin concordancia con el de los que se quedan en tierra. Una hora en la nave son décadas aquí, y así llega el gran desgarro de que un padre vigoroso reencuentra a su hija ya centenaria en el lecho de muerte.
Siempre hay que pagar un precio por el viaje. Dejará heridas, pérdidas, pero también sembrará experiencia, sabiduría. En la última obra relevante de este nutrido género, 'Ad Astra' (2019), el astronauta ideado por James Gray rompe toda disciplina para llegar a la misión donde su padre se aisló treinta años atrás. Viaja tan lejos para rehacer el cordón umbilical –la sonda espacial que les une–, estrecharse las manos y mirarse a los ojos antes de desaparecer. «No sé qué futuro me espera. Pienso vivir y pienso amar», confiesa el astronauta a su vuelta. La paz. No es botín escaso.
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