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A principios de febrero murió en su casa de Londres uno de los últimos sabios que en el mundo han sido: George Steiner. Creo también que era uno de los treinta y seis seres justos, según la leyenda hebrea, cuya piedad sostiene al mundo en ... cada generación de los hombres, como se ve, efectivamente, igual a las hojas, al decir de Homero. En todo caso, su figura podría sin duda agregarse a los del poema gozosamente enumerativo de Borges titulado 'Los justos'. En todos los sentidos, incluyendo el borgeano, porque era un irredento admirador del autor de 'El Aleph', su muerte irá unida para siempre en mi memoria con la de mi compañero de fatigas escolares y guía hacia Steiner como hacia tantos otros maestros, Jesús P. Alija, fallecido por desgracia a finales de otoño. Cada mañana me pregunto cómo es posible que el mundo siga rodando sin él como si tal cosa, de la misma manera que sin Steiner la literatura fuerte, en su acepción tradicional, la literatura, vaya, lo demás son mixtificaciones, se queda huérfana de extrema necesidad.
La verdad es que me causa tanto respeto rememorar a mi amigo y escribir algo sobre la obra colosal de Steiner que debería limitarme al recordatorio elegíaco en forma de homenaje. Pero hay que intentarlo. De hecho, ya desde la aparición del suplemento hace una década, en estas páginas hemos comentado casi todas sus obras traducidas al español o reeditadas que iban apareciendo en Siruela, sello al que nunca agradeceremos bastante que tenga en su catálogo en torno a una veintena de títulos como el biográfico 'Errata' o 'En el castillo de Barba Azul', dos libros prodigiosos.
Si me viera obligado a escoger, entre sus libros, aquel absolutamente imprescindible, optaría sin embargo, a escasa distancia de los anteriores, por 'Presencias reales'. La verdad es que todos los suyos lo son, y de qué manera, pero este volumen es una reflexión magistral, desde la tradición escrita y el mito, sobre el misterio de la creación, una apuesta a favor de la trascendencia, una búsqueda incesante, tan rigurosa como esclarecida, del significado, de la sustancia, del sentido necesario en cualquier manifestación artística: la música preferentemente, las artes y la literatura, cuando menos incómoda para la modernidad, que prefiere la escritura creativa a la exégesis, la democracia estética a la excelencia, en su afán de relativizar todo. En sus páginas, mediante un ejercicio de literatura comparada, Steiner se mantiene fiel al clasicismo y las enseñanzas decantadas en el tiempo, nunca le engañan los guiños allanadores ni los trampantojos de lo contemporáneo. En consecuencia atiza, creo que cargado de razón y, en todo caso, a fondo, a psicoanalistas, estructuralistas y deconstruccionistas, para centrarse, en la línea de Buber y Levinas, desde la gravedad y la constancia, en la otredad, como una forma de enfrentarse a la muerte cara a cara.
No hace falta siquiera acudir a sus grandes títulos para probar que ningún asunto que afectase al pensamiento o a la creatividad excelsa, que «escapa al entendimiento, no digamos ya a la predicción» le era ajeno. Bastan los microensayos que reunió en 'Fragmentos', un pozo de sapiencia, da igual que diserte sobre la naturaleza inextricable de la música y sus efectos, desde las matemáticas a la metafísica, desde la técnica a la metáfora, que sobre las nociones de riqueza y lucro indecente, del descaro del todopoderoso caballero don dinero en nuestro capitalismo salvaje entregado al becerro de oro bajo la bota del 'time is money'. Lo mismo da que aborde la consistencia o fragilidad del ateísmo imperante a partir de Nietzsche y Freud o lo órfico y otras fábulas primordiales como origen del arte y de la poesía que la realidad ontología del mal o su ausencia.
Incansable e impecable en sus argumentos, nunca se anduvo con contemplaciones ni componendas, fue un clásico en vida sin ningún género de dudas. Su imagen, aunque intentó evitarlo, pudo flaquear al final ante el acoso mediático al que se vio sometido, por exposición a declaraciones y entrevistas absurdas, si no degradantes, por parte de desaprensivos que lo analizaban como espécimen de un humanismo derrotado y vilipendiado. No obstante, su huella como «heredero, lúcido y exigente, de la tradición europea que otorga a la literatura y las artes un espacio céntrico en nuestra civilización y en nuestra consciencia de ella», al acertado parecer de Claudio Guillén, es insoslayable, pese al derrumbe de todo aquello que comentó, ensalzó y defendió, devorado por la frivolidad, la banalidad y la trivialización de la vida, por la erradicación del pensamiento reflexivo, del pensamiento, vaya, al que pretenden someternos mediante la conspiración de la ignorancia a todos los niveles, incluido el político y el universitario.
La miseria intelectual de nuestro tiempo, el odio hacia lo excelso y su obstinación en no plegarse jamás a la doxa impuesta, condujo a la consideración de Steiner, un crítico titánico, un erudito gozoso, como un retrógrado, como un carca derechista. Debido a su afán totalizador y a su mirada honda y abarcadora fue un 'rara avis' también en el mundillo académico, al oponerse frontalmente a la ventolera horizontal de los estudios culturales en boga, y no digamos a internet – da que pensar el hecho de que uno de los humanistas más insignes de Occidente no tuviera nunca en su casa ni un ordenador ni ningún otro cachivache tecnológico y apenas fuera capaz de comunicarse por teléfono– porque con su falta de criterio fiable y su charlatanería inane, han abolido cualquier tipo de jerarquía intelectual.
Para muchos, entre los que me cuento –perdón, me da que me he venido arriba al rememorar la grandeza y magnitud del legado steineriano, más bien habría que hablar de un puñado de 'happy few' o algo por el estilo–. Así que procedo a rectificar, para algunas voces autorizadas, entre las que naturalmente no me encuentro, con Steiner muere la literatura tal y como la entendemos unos pocos, tal vez una civilización en su conjunto, al menos es seguro que su desaparición es un símbolo de estos dos desastres que se avecinan, si no están ya aquí. Si bien, quiero pensar que su herencia sobrevivirá a este allanamiento y degradación, siempre y cuando perviva la cultura occidental, que ya veremos.
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