Quien escribe tiene la obligación de dialogar con aquellos que le precedieron, en especial con los que la tradición ha consagrado como clásicos, de aportar nuevas lecturas a la obra de los maestros. Un buen ejemplo de este proceder es 'Las avalanchas de Sils Maria' ( ... Fragmenta, publicado por Gallimard hace nada, en 2019) del iconoclasta filósofo normando Michel Onfray. Los cuando menos chocantes títulos de los tres apartados en que divide el libro: 'Filosofar como un campesino', 'El superestoicismo de Nietzsche' y 'Leer como una vaca' (profesión de fe de su nietzscheanismo con un final de aúpa) proporcionan ya una idea de la osada exégesis, de su audaz acercamiento a golpe de intuición, mediante un fraseo lapidario, concluyente, siempre imbricado con la arrebatada biografía del genio, pisando literalmente su terreno.
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Por eso Onfray lo hace pivotando, casi de forma geológica, sobre su lugar más emblemático, Sils Maria, «un decorado digno de un cuadro de Caspar David Friedrich», «lugar demiúrgico» en la alta Engandina, su verdadera patria, su hogar, mítico donde los haya, por tanto, para la legión de nietzscheanos, no olvidemos el adagio del dionisiaco filósofo alemán: «las montañas se comunican por las cumbres», lugar de las revelaciones, «allí donde el superhombre y el eterno retorno irrumpen en su vida (y por lo tanto en la nuestra, y por lo tanto en la mía)» al decir de Onfray. En la de todos, en definitiva. Nunca está de más volver a quien nos volteó el pensamiento para siempre en la adolescencia tardía, a quien conforma junto a Freud y Marx el trío de maestros de la sospecha, inductores de un cambio radical en la manera de entender el mundo en la cultura occidental.
El título deriva del párrafo de una carta a Peter Gast en la que el filósofo oracular se maravilla de «la profusión de colores» del paisaje aludido, sublime, telúrico, «a seis mil pies por encima del hombre y del tiempo», recordemos, y de la belleza de «los restos de veintiséis avalanchas, en parte monstruosas, que destruyeron bosques enteros». Onfray destaca lo epicúreo y lo estoico en la obra de Nietzsche, refuta contundentemente su antisemitismo y cualquier filiación con el nazismo, abomina de los fragmentos póstumos, muchos, por añadidura, de atribución dudosa, para ceñirse al comentario de las proposiciones 'validadas' por su maestro, y echa pestes prácticamente de todos los seguidores conocidos, apoltronados a su juicio, «más de púlpito que de pálpito», de Bataille a Derrida, cargando las tintas sobre todo en las interpretaciones de Deleuze.
También regresa a Nietzsche el profesor de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, Dana R. Villa en su ensayo 'Arendt y Heidegger. El destino de lo político' (Paidós), en concreto a su antiplatonismo, que vincula a la estetización, original en extremo, arendtiana de la acción de lo político, cuidado, no de la política, nunca confunde los términos, y su relación, a favor y en contra, con la filosofía de su mentor Martin Heidegger. Lo hace en el tercer capítulo, como el resto del volumen un prodigio analítico, completísimo. Para hacerse una idea de su magnitud basta señalar que las notas, acompañadas de bibliografía, índice onomástico y de materias tratadas, ocupan unas sesenta páginas.
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Frente a la aproximación un tanto irreverente de Onfray, resulta curioso contrastar, por ejemplo, las visiones tan dispares que hacen de la manida expresión nietzscheana «más allá del bien y del mal», Villa aborda las figuras de Heidegger y su querida discípula desde un punto de vista estrictamente académico. Aparte de recordarnos constantemente la necesidad, como decía Arendt, de «pensar en lo que estamos haciendo», de rumiar bien las numerosas reflexiones que se abordan de manera sesuda, reposada, exhaustiva, se trata de un libro ineludible para los devotos de esta pareja de gigantes del pensamiento en lo que concierne sobre todo a la teoría política después de la metafísica en ambos, con mayor detenimiento en la autora de 'Eichmann en Jerusalén', pero partiendo siempre de la influencia heideggeriana. Al mismo tiempo, para quienes no conocen a fondo la obra de estos dos pensadores decisivos constituye una puerta de entrada ideal para iniciarse en sus respectivas obras, fundamentales para entender nuestro tiempo y a nosotros mismos. No en vano el profesor de Yale Steven B. Smith juzgó taxativamente que «esta impresionante obra es el estudio comparativo más completo de Arendt y Heidegger hasta la fecha».
Me ha dejado en este sentido, tratándose de un estudio tan concienzudo, tan extraordinario, estupefacto, bueno, turulato, que el autor, tras un escueto prefacio y los preceptivos agradecimientos incluyera – y el original es de hace un cuarto de siglo–, se viera obligado a incluir, me temo, una 'Nota al lector' que no es sino una justificación de la ausencia de perspectiva de género y del lenguaje inclusivo, el uso de 'hombre' como sinónimo de «la humanidad o los seres humanos», lo que demuestra a qué extremos inconcebibles ha llegado la imposición de lo políticamente correcto. No parece que se atenga a estas coerciones, como sus compatriotas del grupo Dogma, cuya lucidez comparte, la danesa Naja Marie Aidt en 'Si la muerte te quita algo, devuélvelo' (Sexto Piso), novela intensa, conmovedora, bastante experimental hasta en la tipografía, fragmentaria por completo, con acarreo de materiales varios, muchos de naturaleza lírica –es autora de una decena de libros de poesía y el propio título procede de un verso suyo, como sueños, reflexiones o anotaciones sueltas de sus diarios íntimos, que conforman una larga evocación y al tiempo un recorrido de un lirismo desesperado por «la belleza y la crueldad del mundo. El poder del amor».
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Aidt se apoya especialmente, como consuelo y guía, tal vez como catarsis, en este libro de duelo por la muerte, a más de absurda, prematura y terrible de su hijo y a la vez de examen de conciencia autocrítico bajo la zarpa de la culpa, en la literatura, en escritores a quienes sin duda admira. Ya como exergo y frontispicio se citan unos versos de la décima de las elegías de Duino de Rainer Maria Rilke en la impagable traducción de Juan Rulfo. Luego, el texto está jalonado de referencias, en realidad tributo, hacia autores que han fraguado su sensibilidad y la acompañan en el demorado planto, en gran medida por haber sufrido circunstancias parecidas. Bien podría, de pertenecer a nuestra tradición, haber acudido a los elípticos poemas machadianos a Leonor, o a los también desgarradores 'Joana' de Joan Margarit o 'Canal' de Javier Fernández, por caso.
Así, se remonta nada menos que a la epopeya fundadora de Gilgamesh cuando llora por Enkidu; recurre a 'Una pena en observación', el memorable lamento por su mujer de C. S. Lewis; a 'Algo negro', el libro que Jacques Roubaud escribió por el mismo motivo; a los fragmentos en honor de su hijo Anatole, ocho añitos, que Stéphane Mallarmé solo logó bosquejar; a 'Nox', de la canadiense Anne Carson, alrededor de la muerte de su hermano; a los poemas arrebatadores de Emily Dickinson; o a los versos de 'Alfabeto' de su paisana Inger Christensen, lo primero que consigue leer a fin de conjurar su dolor abismal que la arranca fuera de sí y la aleja del lenguaje, de la escritura, tras ser absorbida y maniatada por la trágica, al hilo del 'fatum' clásico, muerte de su hijo, con sólo veinticinco años: «es extraño que no existas, aún te siento».
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Otra forma de rendir pleitesía a un autor y conversar al tiempo con su obra, en pos de su «marca indeleble», es gracias a la biografía ficticia, tal y como hace con el polémico Romain Gary su compatriota, François-Henri Désérable, ambos, como Onfray, de la cuadra Gallimard, en 'Un tal Sr. Piekielny' (Cabaret Voltaire). El artefacto narrativo, muy actual en cuanto a estilo por la base autoficticia, la recreación de vidas ajenas y la exploración de los límites entre ficción y realidad, surge fruto del azar, puesto que el autor, testigo de una boda y organizador de la despedida de soltero, se topa, camino a un campeonato de hockey en Minsk, Bielorrusia, tras perder el tren a consecuencia de un robo, con una placa en una calle de Vilna, capital de Lituania, que indica que allí vivió el controvertido escritor y diplomático Gary, durante seis años, de niño, en el primer cuarto del siglo XX, en la casa citada en la autobiografía 'La promesa del alba', que Désérable ha leído muchas veces, tras la primera, obligatoria, en el instituto, de hecho está en deuda con el libro, que lo enganchó a la lectura.
La casualidad es así la espoleta que desencadena la narración, atomizada en ciento cincuenta capitulillos breves, trazada con gracia, no exenta de humor fino y «esa melancolía difusa que a veces me atenaza y me hace contemplar el mundo a través de un filtro color sepia». Asistimos a la recreación, poco lisonjera, de lo más sustancioso de la biografía de Gary, engreído a fuer de narcisista, novelista adorado por muchos y vilipendiado por algunos críticos feroces, y en paralelo a la investigación, que aporta intriga a la trama, un misterio que no sabemos si se resolverá, del «rastro imperceptible, evanescente y furtivo» del presunto señor Piekielny del título. De paso, entre brillantes excursos sobre Venecia, Gogol, las barberías de antaño, el horror nazi, los guetos y el exterminio judío, un mítico programa de 'Apostrophes' o un ágape en la Casa Blanca con Kennedy de anfitrión y una de las mujeres de Gary, la hermosa actriz Jean Seberg, como protagonista, pasea por las páginas de la novela lo mejor de la prosa francesa, de Víctor Hugo o Balzac a Proust, Aron o Michon, porque Désérable, desde una óptica en boga, se inscribe, aunque aparente cierta irreverencia propia de su juventud, en la tradición, prolonga la vida de sus maestros, consciente de que la literatura es «el último refugio en esta tierra para aquellos que no saben dónde meterse», como es mandato, que muchos hoy olvidan, para todo escritor que se precie de serlo.
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