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A sus treinta y pocos, el cubano Sergio García Zamora (Esperanza, Cuba, 1986) cuaja ya una importante carrera literaria que comenzó cuando apenas ... tenía 17 años y escribió 'Autorretrato con abejas'. Más tarde, su voz se ha dejado oír con fuerza en España tras ganar en 2016, con 'El frío de vivir', el premio Loewe a la Creación Joven. Y ahora vuelve por sus fueros como flamante vencedor de la III edición del Premio Jorge Manrique, con un libro brillante, profundo, de plena madurez.
Bajo la apariencia de obra unitaria, alrededor de la gran metáfora del hombre y sus ropajes, el poeta construye un poemario lleno de intensidad y de matices, donde se conjugan a veces la reflexión, a veces la intensidad lírica, a veces el humor y siempre el amor. El amor a esa verdad profunda que se esconde bajo las apariencias más diversas. Porque en este libro, como dice García Zamora, no son los hombres los que se desvisten de los uniformes, sino los uniformes los que se desvisten de los hombres, dejando en evidencia su propia condición de artificio. De signo de lo que somos en realidad: diversos dentro de la uniformidad, frágiles con apariencia de fortaleza, sinceros en nuestras mentiras, trabajadores con el mismo empeño por la faena que por el crimen. Somos lo que somos, incluidos nuestros disfraces.
Bata, delantal, armadura, velo, camisa, albornoz, sotana, corsé, burka, miriñaque o traje y corbata. Es igual. «Los abrigos de piel son tan caros porque bajo ellos la gente desaparece con mayor facilidad». Lo que nos define porque nos oculta. El subterfugio ante el miedo y la desnudez. Y al final, el eterno diálogo entre el cuerpo y el alma. El enigma que ya descubrió Goya cuando pinto a la 'Maja vestida' mirándonos como si estuviese desnuda, y a la 'Maja desnuda' como si estuviese vestida. El traje nuevo del emperador así en la vida como en la propia escritura. «Todo poeta –escribe Sergio García Zamora– es un embozado, / un nadie bajo el ala del chambergo, / un asaltador de caminos en la página». Un libro que nos permite acercarnos a la verdad a través de sus infinitas representaciones.
No ya una carrera que cuaja, sino un camino ya perfectamente cuajado es el que nos presenta el poeta Miguel Velayos (Ávila, 1978) en su última entrega poética, 'Ofrenda o vanidad'. Un camino, casi cabría de decir, de regreso. No a Ítaca, en este caso, sino a Ávila. De cualquier manera, una oportunidad para reflexionar, en clave lírica, sobre lo que significa el camino. Lo que nos da y lo que en él dejamos. Lo que perdemos en el tránsito.
Porque por más que nos empeñemos en ello, nos dice Velayos, el acto de regresar es en sí mismo imposible. Porque el lugar al que regresamos ya no es, no puede serlo, el lugar del que partimos. Nada es igual: ni las personas, ni el paisaje… ni por supuesto uno mismo. «No se puede volver a casi nada», dice el poeta antes de renunciar, no sin dolor, al icono eterno del regreso a Ítaca, a Ávila. De poner en cuestión también el propio concepto del viaje. No consuela el regreso, porque no hay tal. Tampoco pensar en el camino, porque en él se han quemado demasiadas cosas. Traspasado cierto umbral, queda tan solo el eco de las puertas que se han ido cerrando a nuestro paso. Ocasiones perdidas. Vidas no vividas. El peso de esa orfandad tan propia del poeta.
Y sin embargo, frente a la conciencia de las pérdidas el poeta siente también la presencia de la vida. Su urgencia. La necesidad de volver a zarpar con esa ligereza de equipaje machadiana que nos da el ser conscientes de que el pasado «cabe en solo un par de cajas». Eso y la esperanza del fulgor. Sean los chillidos de los pájaros en octubre. Sea el brote de una nueva inocencia ante el espectáculo de la nieve. Sea esa claridad que nos presta siempre Claudio Rodríguez para mirar hacia lo alto. «Sed de relámpagos», dice el poeta. El olor de la resina de la infancia en las manos. El regreso a ninguna parte. Pero la esperanza de encontrar, de nuevo en el camino, el súbito esplendor que pueda dar sentido a todo. Una ofrenda de vanidad que conmueve.
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