Qué es lo que queremos contar? Es la pregunta que, en la mesa de guión (ya con tilde) de la productora en la que trabajo, nos hacemos todas las semanas. Es la cuestión más obvia y, a la vez, la más difícil de responder y ... que nos conduce, indefectiblemente, a disertaciones de las que salimos extenuados.
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De un lado, están, como una nube negra que nos da una sombra permanente, las demandas de las televisiones y plataformas, que buscan contenidos de gran impacto mediático tanto en audiencia como en su viralización a través de las redes sociales. Así pues, hay que poner un ojo en historias truculentas, personajes oscuros, asuntos de rabiosa actualidad o, en la mayoría de los casos, acercarnos a celebridades (lo que ahora llaman 'talents') que nos abran las puertas de sus casas y nos permitan verlos en una presunta intimidad que nunca deja de ser impostada.
Del otro están nuestras inquietudes, aspiraciones y obsesiones como creadores. En esa misma mesa de guión, después de analizar, intuir y desesperarnos por tratar de entender lo que quieren las plataformas, alguien dice: ¿Pero qué queremos contar? Es la misma pregunta, pero no es la misma pregunta. Todos sabemos que la hacemos en el vacío, en la nada, en el éter, la hacemos pensando que no hay nadie al otro lado del hilo telefónico, que no hay mundo más allá de nuestra mesa alargada, nuestras paredes llenas de post its (otro día les hablaré de esto) y nuestra pizarra con garabatos indescifrables.
Mi respuesta siempre es la misma: nuestra visión del mundo. Tenemos que contar historias que nos ayuden a entender y explicar el mundo que nos rodea. Los alemanes lo llaman 'weltanschauung' y podríamos traducirlo como 'cosmovisión'. No solo ellos la utilizan, por cierto. Por razones que se me escapan, la palabra se incluye también en el 'Dicionario da Real Academia Galega' que define el término como «Xeito de concibir o mundo e a vida». Ahí queda eso.
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Cuando hacemos nuestros documentales buscamos historias, decía, que, por la razón que sea, nos ayuden a asimilar nuestro tiempo, nuestra vida, nuestro mundo. Pueden ser historias mínimas, que apenas afectan a un puñado de personas en un lugar remoto o grandiosas, que tienen un impacto global. Pero siempre tiene que haber esto detrás, una intención, un enfoque, una mirada, una voz, un objetivo, un fin, nuestra querida 'weltanschauung'.
Y después viene la otra pregunta, ¿cómo sabes si la historia que planteamos lo tiene? La respuesta está en el fundamento básico de cualquier narración: el texto, el subtexto y el contexto. Estos tres elementos, primos carnales que se conocen desde la infancia pero a veces pasan demasiado tiempo separados, han de reencontrarse para que la historia funcione. Si están juntos, como cuando eran niños, disfrutarán de un verano inolvidable.
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El texto son las imágenes que vemos, lo que hacen y dicen los protagonistas de nuestra historia. El subtexto, el primo tímido que muchas veces se queda en una esquina sin apenas participar en el juego, es lo que nosotros queremos contar. Y muchas veces llevará, aparentemente, la contraria al texto, siempre tan mandón, siempre omniprensente. Y luego está el tercero en discordia, el contexto, el mayor, el más pausado, el que habla poco pero cuando lo hace los otros dos le hacen caso sin rechistar.
Necesitamos a los tres para este verano eterno, para nuestra 'weltanschauung', para que nuestra historia sea siempre más de lo que aparenta, para que en ella quede impresa nuestra huella, que es lo que al final somos los autores: gente que pisa un camino.
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