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Fermín Herrero
Valladolid
Viernes, 26 de febrero 2021, 08:49
En función de lo expuesto en la nota de autor prologal, con este breve y ajustado volumen, editado con la limpieza y exquisitez habitual por el sello palentino Cálamo, cierra Carlos Aganzo, tras 'Las voces encendidas', 'Las flautas de los bárbaros' y 'En ... la región de Nod', su tetralogía apegada a la actualidad de nuestro mundo –'O tempora, o mores!', pero teniendo como referente, apoyatura y espejo la sabiduría clásica, no como erudición a la violeta ni mero culturalismo epidérmico sino como vivencia íntima, entrañada, que se vuelca sobre el sombrío presente de la sociedad occidental, de su deriva que tanto recuerda a la caída de Roma.
'Jardín con biblioteca' parece escrito, con una serenidad que remite mediante metáfora o alegoría a la tradición grecolatina y una feliz identidad entre fondo y forma, por un patricio desencantado del mundo pero extasiado ante su belleza, dispuesto a disfrutar de sus dones lejos del ruido, al epicúreo modo, retirado en una mansión campestre, que pudiera ser La Olmeda, de ahí que el lema más bien anacreóntico de un cubilete de dados encontrado en los restos arqueológicos de esta villa tardorromana: «Beber, estar alegre, jugar y reír, así hay que vivir» figure como cita inicial y guía de entrada a los poemas, junto al reconocimiento por parte de Horacio de la helenización cultural de Roma que es a su vez otra declaración de principios: los imperios pueden ser arrasados militar o económicamente, pero las culturas fuertes de una u otra manera les sobreviven.
Ya en el título, procedente de una sentencia de Cicerón, el orador, el ecléctico, el valedor de las más reputadas escuelas filosóficas helenas en los feudos latinos, frontispicio del tercer poema: «Si tienes una biblioteca con jardín lo tienes todo» –nótese la inversión de términos en el sintagma para lograr la eufonía del heptasílabo, muestra de la finura rítmica del poeta–, alienta el espíritu renacentista, aquel humanismo salvador con anclaje en la antigüedad grecorromana que invoca Aganzo en su tetralogía. Y ahora nos imaginamos a Petrarca, a quien se cita a cuenta de una noche siciliana de julio, en relación con el episodio mitológico de las princesas beocias metamorfoseadas en murciélagos, recorriendo los caminos de herradura de Europa a la búsqueda de los libros que configurarían la primera gran biblioteca privada en Occidente.
También a Epicuro, claro, en su escandaloso Jardín ateniense al modo de la Academia platónica o del Liceo aristotélico, pero como un 'hortus conclusus', recinto cerrado para muchos y abierto para pocos, por homenajear el título de Soto de Rojas, que siempre procura, como los poemas que comentamos, tranquilidad y consolación desde sus máximas capitales o sus exhortaciones, sobre todo su «cuadrifármaco», a saber: «dios no se ha de temer; la muerte es insensible; el bien es fácil de alcanzar; el mal, fácil de soportar». Todo esto toma el libro de Epicuro, de sus principios que ponen brida a deseos y temores, humilde refugio en el aquí y el ahora de las sensaciones corporales, de la alegría y la libertad de pensamiento: la prudencia, la templanza, la sensatez, la mansedumbre, la amistad, la ataraxia, con las que sobrellevar «el peso de las sombras», la herida del vivir devenida con desdichada frecuencia ingratitud, soberbia, podredumbre, renuncia, cansancio… Así como su hedonismo en absoluto egoísta ni narcisista, su negativa a involucrarse en modo alguno en los asuntos de la Ciudad, como decíamos.
Muchos poemas, por tanto, se sitúan en un contexto grecolatino. Por ejemplo, el primero, cuyo final enlaza con el comienzo de 'La Iliada', donde se da voz a una especie de aedo homérico que se rebela contra el invasor romano, no es un soldado, pero es capaz de defender la civilización, como el propio poeta, gracias a su cántico: «Yo no puedo luchar, no soy hoplita./Pero puedo cantar. Y cantaré». Lo que nos lleva a Safo, que prefería cien veces a su querida Anactoria, aun ausente y perdida por casamiento, que a una tropa armada, una flota de barcos o los carros lidios, porque el amor, que «no se crea ni se destruye», ofrecido a la amada y amante, a la vez Afrodita por su belleza, Perséfone por su ternura, Juno por su sensualidad lisérgica y sirena por su irresistible atractivo, es otro tema que vertebra, como sucedía en entregas anteriores, 'Jardín con biblioteca'.
Precisamente en el siguiente poema, escrito a los pies napolitanos del Vesubio, se establece, con alusión a Sobre la naturaleza de las cosas de Lucrecio, otro epicúreo de pro, la antinomia fundamental del libro, que traspasa los siglos, entre «nuestra frágil condición sobre la tierra» unida al tópico del tempus fugit y los frutos del amor y la amistad, de la música y la bebida. Dicotomía desarrollada en el tercer poema, en el que probablemente hable el citado Cicerón, el último bastión de lo republicano, desde su retiro en Pozzuoli antes de su ejecución, amputación y decapitación. Llega la muerte «con oscura ceniza abrasadora», la destrucción «bajo la lava ardiente del volcán» mientras el poeta clausura su cobijo consagrado a las humanidades.
En consonancia con lo dicho hasta aquí abundan las referencias clásicas: a Arneo, el mendigo parásito de La Odisea, a Eneas y Creúsa «tras las llamas de Troya» o a Marcial en algún quiebro epigramático. Es por tanto natural y lógico que el libro culmine con una estremecedora elegía por Emilio Rodríguez Almeida, filólogo, arqueólogo y latinista, extensiva al humanismo en vías de desaparición que representaba y concitaba su figura, en nombre de «los viejos maestros que vivieron/cautivos de la luz», versos que suponen un broche inmejorable para este armónico, sosegado jardín con biblioteca particular, que hacemos nuestro tras su lectura.
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