Las actrices Claire Foy, Olivia Colman e Imelda Staunton, como la reina Isabel II en 'The Crown'. EL NORTE
Personajes en serie

'The Crown', la reina de una obra maestra

«Hay quien cree que la producción incurre en un exhibicionismo tan vistoso como hueco, pero siempre ha habido espectadores con las gafas empañadas por los prejuicios»

michi huerta

Miércoles, 30 de noviembre 2022, 12:26

En una escena de la tercera temporada de 'The Crown', el joven Carlos entra en el dormitorio de su madre buscando agradecimiento por la difícil misión que acaba de cumplir en País de Gales, donde le acaban de investir como Príncipe. Ella, sin embargo, le trata con una firmeza gélida y le reprocha su predisposición a la emotividad. «Todos nosotros debemos vivir sin tener una voz, todos hacemos sacrificios y reprimimos quiénes somos», le espeta. Y le deja muy claros sus monárquicos deberes: «Emplear todas las energías en no hacer nada ni decir nada». Tras escucharla, Carlos abandona resignadamente la estancia.

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Elizabeth Alexandra Mary, Isabel II, monarca del Reino Unido, soberana de otros catorce Estados independientes y Gobernadora suprema de la Iglesia de Inglaterra, no solo ha sido una de las figuras políticas más relevantes de los últimos setenta años sino que es, al mismo tiempo, uno de los personajes más interesantes de la serialidad actual. Un personaje a medio camino entre el sagrado objetivo de perpetuar la dinastía de los Windsor y la necesidad de mantener la unidad de una familia en la que, como en todas, cuecen habas.

Porque Isabel II también es 'Lilibeth', cariñoso apodo que utilizan los más allegados. Ambas, la reina y la mujer, están abocadas a un inhumano ejercicio de malabarismo desde el ascenso al trono con solo 25 años. La historia es de sobra conocida y está plagada de conflictos: un marido tirando a díscolo, una hermana que se enamora de quien no debe y un hijo muy mal casado son algunos de los seres queridos a quienes 'Lilibeth' tiene que atar en corto. Pero su majestad Isabel debe lidiar también con una interminable sucesión de primeros ministros de la nación, desde el temperamental Winston Churchill –si no lo ha hecho ya, deje de leer y vaya a disfrutar de sus andanzas en la temporada inicial– hasta Tony Blair –por ahí va la cosa ahora en la serie–, pasando por la férrea Margaret Thatcher.

Por divino que se suponga el origen de su poder, resulta difícil permanecer impasible ante los padecimientos de quien está obligada a renunciar a buena parte de su humanidad. Peter Morgan, creador de la obra y guionista en su día de la espléndida 'The Queen' (Stephen Frears, 2006), cincela un majestuoso universo habitado por criaturas fascinantes y privilegiadas que, como buenos ricos, también lloran. Y casi todas ellas desarrollan sus respectivos carismas en un producto audiovisual elaborado con primorosa atención a cada detalle.

A pesar de sus desconcertantes cambios de casting, merece la pena exagerar y escribir que Netflix compensa aunque sea solo por 'The Crown'. En el tempestuoso e inabarcable océano de su catálogo sobresale sin duda la figura de una serie que, como el yate real Britannia en la quinta entrega, impone su rotunda presencia. Ese yate ejemplifica bien la capacidad narrativa de una obra que saca todo el partido simbólico a su lujosa puesta en escena.

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Hay quien cree que la producción incurre en un exhibicionismo tan vistoso como hueco, pero siempre ha habido espectadores con las gafas empañadas por los prejuicios. El Britannia, que abre y cierra la última temporada estrenada hasta la fecha, es una extensión cosificada de la reina que lo bautiza con lozana alegría en el capítulo inicial y recorre –44 años después– por última vez sus vetustos rincones antes de que lo retiren de la circulación.

De ese modo, Morgan abrocha la macroestructura de una tanda de capítulos que intensifica el conflicto entre lo viejo y lo nuevo, uno de los más recurrentes de 'The Crown'. Los tiempos cambian porque, en realidad, siempre han cambiado. Por eso, pocos protagonistas tienen tanto potencial dramático como Isabel II, forzada a lograr la estabilidad de una institución cuyo principal sentido consiste en permanecer. Y, por eso, resulta tan emocionante verla pasear por sus descomunales propiedades, arrastrando el peso de una tradición secular, perpleja ante las modas y con la sensación de que todo está siempre a punto de desmoronarse.

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Todo menos ella.

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