La blancura como símbolo del mal, el blanco, virado de su tradicional simbolismo de bondad, luz y pureza, a lo terrible, lo ajeno, lo invasivo, lo infeccioso, la fuente del horror. Nada nuevo. Ahí tenemos 'Moby Dick', ahí tenemos 'El pueblo blanco', y 'El polvo blanco' de Machen, los capítulos finales del Arthur Gordon Pym, y la estremecedora secuela homenaje que Lovecraft hiciera de esta: 'En las montañas de la locura'. Y muchas más, si paramos a pensar, porque el terror a la lepra, tan arraigado en la antigüedad, es también un terror al blanco. Lovecraft, decía. Hay mucho Lovecraft, una interpretación un poco sui generis, pero Lovecraft a fin y al cabo, en 'La ciudad que nos unió', la última novela de N.K. Jemisin.
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Siempre he leído, lo poco que he leído, a Jemisin con placer. Es fácil, es divertida, tiene, a falta de un gran estilo, una gran imaginación. Aunque también hay algo que me falta, o da la sensación de faltar en las historias que he leído. Un gusto a decepción al final.
Es como si sus historias insinuaran una revolución en los arquetipos narrativos, una promesa de que van a ser distintas, una llamada a repensar, acaso a rechazar lo aprendido, que finalmente vuelve, no del todo, pero si en su mayor parte, a cauces mas familiares, incluso empalagosamente familiares. Quizás esta última novela se acerque, no del todo, pero si un poco a más, a completar esas declaraciones de intención finalmente abortadas.
Decir que 'La ciudad que nos unió' es una metáfora de problemas como la gentrificación o el colonialismo –si es que la gentrificación no es ya un colonialismo, un colonialismo de clases, en vez de naciones, pero todo colonialismo es una cuestión de clase, son las naciones ricas las que colonizan las pobres– es casi una tautología. La entidad, blanca, que desde otra realidad trata de asesinar a las ciudades, es claramente invasora. Tiene la forma de una plaga insidisiosa, de estrambóticos objetos blancos, que poco a poco, se van infiltrando en la ciudad, Nueva York, y en sus ciudadanos. Muy blanca, hasta en el nombre, es la mujer que personifica la voz y las intenciones de este enemigo blanco. Blanca, y educada en el temor a lo distinto, un poco racista a fin de cuentas, es la única de los campeones elegidos para luchar contra el enemigo, que duda en aceptar la llamada. Ninguno de los otros campeones son blancos. Todo parece muy simple. Excesivamente maniqueo. Pero no. Las ciudades, la ciudad, Nueva York, sus campeones-avatares son el bueno, sí, pero no son buenos. De hecho, se nos da entender las ciudades, en su aspecto de entidad sobrenatural o metafísica – pues eso son en la novela, además de cúmulos de casas y gentes, arte ideas y comercio– son agresivas, y crean destrozos impensables, aniquilan universos enteros, sesgan billones de vidas. El enemigo, al parecer, trata de evitar esto. Así que no es tanto una batalla del bien contra el mal como una guerra de supervivencia, dos formas de vida que luchan por hacerse con un nicho ecológico-metafísico, de las cuales, las ciudades son las advenedizas, las invasoras. El enemigo invade para evitar una invasión. Sin embargo, claro, no podemos evitar ver a los protagonistas como los buenos, a fin de cuentas son nuestras ciudades, y lo otro es peligrosa escoria ajena, interdimensonal. ¿O no?
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