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Chalamera de Cinca es poco más que una aldea. La población, que apenas supera los cien habitantes en invierno, vive del campo: cereal, fruta, vacas, ovejas. Se encuentra en la comarca del Bajo Cinca –Huesca–, una zona áspera, pese a la presencia de dos ríos: ... el Cinca, tributario del Ebro, y el Alcanadre, tributario del Cinca. (Chalamera se sitúa en la confluencia de ambos, como la china de un tirachinas).
De hecho, con el Bajo Cinca limitan los Monegros, el pequeño Sáhara español, donde la gente se ha batido siempre con la chicharrera y los lagartos. El clima de Chalamera no dista del monegrino: veranos tórridos e inviernos glaciales. Y la tierra no da facilidades: hay que tratarla con severidad para que prospere el fruto. Uno mira a su alrededor y piensa lo que aquel general carlista, al avistar a las tropas cristinas, dijo para arengar a sus tropas: «¡A por ellos, que son de regadío!». El secano ha labrado un carácter estoico y accidentado.
Pero Chalamera ha conocido también épocas si no de esplendor, sí de eminencia. En lo alto del otero en el que se levanta el pueblo hubo un castillo templario, en cuyas cámaras derruidas mi madre –nacida en Chalamera– recordaba haber jugado de niña, pero del que ya no quedan ni los cimientos: los soldados se llevaron la piedra en la Guerra Civil para construir trincheras. Y a unos pocos kilómetros, al borde de una ripa desnuda, se alza todavía la hermosa (y extrañamente monumental) ermita de Santa María, la joya de la corona de la localidad, construida asimismo por los templarios a finales del siglo XII.
Aquellos tiempos, no obstante, quedan lejos. Hoy Chalamera sobrevive por la perserverancia agrícola de sus gentes; de las que quedan, claro, porque la despoblación, que es un virus maléfico, inoculado por el desarrollo del capitalismo, lleva laminando la vida del pueblo desde hace muchas décadas, como revelan las numerosas casas caídas y la lucha eterna por que no se cierre la escuela del lugar, a la que asistieron cinco niños el curso pasado.
En este contexto tan poco propicio, sorprende que Chalamera —y la comarca entera— haya dado tantos nombres ilustres en un ámbito muy alejado, en principio, de sus intereses y sus cuitas, como es la literatura. El hijo más notable del pueblo es Ramón J. Sender, novelista y exiliado, que nació en Chalamera (no en el cercano Alcolea de Cinca, como todavía consignan algunas biografías indocumentadas) en 1901.
Mi abuela, nacida en 1905, decía que, de niña, había conocido al padre del futuro escritor, que era el secretario del pueblo (y de otros de la comarca), aunque yo habría preferido que hubiese conocido al propio Ramón J. En una plaza del pueblo, junto a la iglesia de San Martín —un coqueto oratorio de ladrillo visto, cuyo tercio superior se ha pintado de alegres verdes, amarillos y blancos—, se yergue un busto del escritor, con gafas y gesto insólitamente adusto, que hace honor a su carácter riguroso e incluso desabrido.
El colegio del pueblo, ese por cuya supervivencia el ayuntamiento no deja de batallar, en una suerte de metáfora de la misma lucha que mantenemos algunos por que no desaparezca la memoria del escritor, se llama «Ramón J. Sender» [la «J.», por cierto, enclavada siempre en el nombre del novelista, lacónica e icónica, es por «José»]. En la obra de Sender, sobre todo en el primer volumen de su trilogía 'Crónica del alba', hay ecos de su infancia rural, aunque no testimonios directos de los años pasados en Chalamera y sus alrededores. También en 'Réquiem por un campesino español', uno de los mejores novellas de la literatura española del siglo XX, advierte uno las secas fragancias de los paisajes del Bajo Cinca y los caracteres espinosos de esta tierra dolorosamente polvorienta.
Pero en Chalamera he averiguado hace poco que también nació otro escritor destacado, Víctor Lapuente, que acumula muchos méritos académicos y es actualmente catedrático de la Universidad de Gotemburgo, autor de varios libros y colaborador habitual de 'El País' en asuntos de política, filosofía y divulgación científica. Chalamerino, pues, y catedrático.
Me enteré de su improbable origen leyendo un artículo suyo, titulado 'Democracia distante', que empezaba así: «A los que no eran del pueblo los llamábamos forasteros. Aunque solo éramos 120 vecinos censados, los de Chalamera (Huesca) siempre supimos que todo aquel que viniera de fuera era distinto a nosotros…». En el cementerio del pueblo, por cierto, además de mis padres y mi abuela (la que conoció al padre de Sender), hay enterradas muchas personas apellidadas Lapuente. Los cementerios son infalibles para la documentación sociológica.
(Y algunos también para procurar unas vistas privilegiadas: cuando voy a acompañar un rato a mis padres y a mi abuela, no dejo de admirar las vegas, verdinegras y suntuosas, que han alumbrado los ríos y, a la vez, el agostamiento endémico, casi fósil, que se extiende, fascinante como solo pueden ser los paisajes terribles, hasta casi el horizonte).
En cualquier caso, me parece muy extraño, siquiera estadísticamente, que un pueblo que no ha tenido más de 120 habitantes desde los 70 (y que no debía de tener más de 200 o 250 a principios del siglo XX), haya dado dos autores tan señalados. Uno podría ser una casualidad (todo nacimiento, en realidad, lo es). Dos ya debe de significar algo: tiene que haber una razón oculta para que esta tierra de piel apergaminada y espíritu campesino, que huele bosta y a jara, arroje hijos artistas e intelectuales.
Pero la cosa no acaba aquí: si echamos un vistazo alrededor, veremos que en la vecina Alcolea nació, en 1913, el insigne filólogo José Manuel Blecua, cuyos estudios sobre los Siglos de Oro han acompañado a generaciones de amantes de la literatura española; en la muy cercana Albalate de Cinca —que está detrás de Alcolea— lo hizo, en 1897, el tenor Miguel Fleta, que dio la réplica a Enrico Carusso en los años 20 del siglo pasado (antes de que le cambiara la voz a causa de una vida razonablemente disoluta y se hiciera falangista); y en Villanueva de Sigena, en la raya con el Bajo Cinca, vio la luz Miguel Servet, teólogo y científico español, descubridor de la circulación pulmonar y achicharrado en 1553 en la Ginebra de Calvino.
Hay algo de orgullo por el terruño en todo esto. Pero qué extraño se me hace que el terruño haya alumbrado, no solo melocotones y sandías extraordinarios, sino estas luminarias de las artes y las ciencias.
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