Quién es esta niña que se acerca con Antonio Gamoneda a recoger el Premio Reina Sofía en 2006? Parece una gacela al lado del hombre cansado que se aferra a su mano diminuta.
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La niña era su nieta Cecilia, cuyo nombre había dado título a ... un libro publicado dos años antes. A Cecilia la había visto yo cuando era un bebé a quien su abuelo Antonio miraba estupefacto, como si se tratara de una aparición que en cualquier momento pudiera disiparse. Así de asombrados dejó a sus críticos la publicación de esta obra, igual que al propio Gamoneda, mientras escribía el libro que parecía serle revelado por la súbita presencia de su nieta, como dice en estos versos: «en tus labios se forman palabras desconocidas/ y lo invisible gira en torno a ti suavemente». Y el mismo contraste que encontramos entonces entre la niña endeble y el anciano corpulento, lo hallamos también entre la claridad de Cecilia y la oscuridad de sus obras anteriores, aunque todas posean la cualidad del resplandor.
Estábamos acostumbrados a que Gamoneda nos estremeciera mientras leíamos 'Blues castellano' o' Descripción de la mentira' y, en 'Arden las pérdidas', nos había reducido a rescoldo, entre las brasas de sus versos ardientes. Entonces llega 'Cecilia' y alumbra la oscuridad con su luz encarnada. Si al final de 'Arden las pérdidas' terminaba por arder el lenguaje, 'Cecilia' pasa por encima de esa hoguera; surge de súbito, sin anclaje en el mundo. 'Cecilia' es el diario de una aparición, por eso su entonación es exclamativa, entendiendo la exclamación como aceptación del misterio. Ante una recién nacida no es posible preguntarse sobre la verdad o la mentira, así que el poeta, conmovido, constata lo que sucede, porque Cecilia aún no ha despertado en el sentido platónico, vive el sueño previo al conocimiento y, sin pasado, su presencia comunica con lo intemporal. Dice Gamoneda: «acerqué mis labios a tus manos y tu piel tenía la suavidad de los sueños /algo semejante a la eternidad rozó un instante mis labios». En 'Descripción de la mentira' había afirmado: «en los establos en los que me envuelve la oscuridad / yo recibo a la muerte y conversamos hasta que lame dulcemente mis labios». Cecilia ha sustituido el frío de la muerte por el aliento cálido de la eternidad.
En Cecilia, Gamoneda se interna en el espacio del sueño de la recién nacida, cuando las palabras aún no han conformado sus significados pero todo es significativo: el llanto, la caricia, el tacto, la luz… Allí, como el pequeño príncipe de Saint Exupèry, encuentra su flor, la única flor en el desierto del poema. Y perplejo, confiesa: «nunca tuve en mis manos una flor invisible».
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Pero el destino de la niña es el crecimiento y, por tanto, el abandono de su gracia reciente. Ella todavía está allí, aunque su gesto sea desde el principio el de la despedida: «dices adiós en el umbral». Y Gamoneda, al que siempre han hipnotizado las llamas del abandono, conmemora la emoción del instante de la pérdida: «como música de la que aún permanece el silencio / siento tus manos lejanas de mí / así es / la desaparición y la dulzura».
En el momento en que la carne se convierte en música, termina 'Cecilia'. El poeta regresa a su armario de sombra, pero antes de hacerlo, se detiene y afirma en su último verso: «eres como una flor ante el abismo, eres mi última flor». Al escucharlo, nos recorre a sus lectores el mismo escalofrío que nos estremecía en sus libros anteriores.
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Me encontré con Cecilia en el IES Núñez de Arce, convertida en una adolescente espigada y despierta, a punto de olvidar a la niña que fue. Esa niña –pensaba para mí cuando la veía sentada en su pupitre– permanecerá para siempre en 'Cecilia', y su mano pequeña, la misma que guiaba a su abuelo al recoger el Premio Reina Sofía, nos guía en la lectura de Gamoneda, porque, gracias a los versos de 'Cecilia', es mucho más que la mano de su nieta, es la mano de la poesía.
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