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Ernest Hemingway tuvo muchas casas. También se casó muchas veces –cuatro–, participó en muchas guerras –tres–, practicó muchos deportes –casi todos violentos, como el boxeo, la pesca de altura y la caza; y cazaba osos grises– y visitó muchos países: todo en la vida de ... Hemingway fue excesivo, hasta su muerte, de un escopetazo disparado con el dedo gordo del pie en Idaho. Entre las casas en las que vivió, destaca la de Cayo Hueso, el más importante de los cayos, ese archipiélago que se estira, entre aguas turquesas y espejeantes, pero desgraciadamente propensas a enfurecerse en forma de huracanes, desde el sur de la Florida casi hasta Cuba.
En Cayo Hueso abundan los gallos, que se pasean libres por las calles, legado de los cubanos que los llevaban a la isla para entretenerse con sus peleas, pero que los liberaron, no se sabe si como protesta o con resignación, cuando se prohibió el salvaje espectáculo.
En la casa de Hemingway abundan los gatos, que se pasean (y duermen, y copulan, y defecan) libres por el recinto. Hay cincuenta y ocho, la mitad de los cuales son polidáctilos: tienen seis dedos en cada garra. Se discute su origen: unos sostienen que descienden de Snow White, una mascota del escritor; otros, de los felinos, con garras asimismo supernumerarias, de un vecino suyo. En cualquier caso, los gallos son a Cayo Hueso y los gatos a la casa de Hemingway como las vacas a la India: animales sagrados e intocables. Los mininos, cuando mueren, son enterrados en el cementerio gatuno instalado en el jardín, entre bromelias y bambúes. Hoy, uno que parece el hermano mayor de Garfield sestea en la cama de Hemingway y otro ha vomitado apaciblemente en la alfombra del dormitorio. Los muchos visitantes han de sortear el zurullo hasta que un empleado lo retira respetuosamente.
Hemingway pasó aquí los inviernos entre 1931 y 1939. La casa, de estilo colonial francés (aunque no entiendo por qué: el estilo colonial que debería predominar aquí es el español), data de 1851. La construyó un rescatador de barcos naufragados llamado Asa Forsythe Tift, que diseñó asimismo los buques acorazados de la Confederación. De hecho, la fuente que preside el jardín de la casa de Hemingway reproduce la forma ojival de aquellos monstruos de hierro.
Al pobre Tift, pese a ganar mucho dinero con sus salvamentos y sus negocios, no lo acompañó la suerte: en 1854, cuando solo llevaba tres años disfrutando de su nueva casa, una epidemia de fiebre amarilla barrió Cayo Hueso y se llevó a su mujer y a tres hijos pequeños.
Hemingway no compró la casa. En realidad, fue un regalo de bodas de un tío de su mujer, Pauline Pfeiffer, que se encargó de restaurarla y de construir una fastuosa piscina, mientras Ernest viajaba por el mundo, de guerra en guerra, o de cacería en cacería. (La piscina, por cierto, superó con mucho lo presupuestado [una de las constantes de la actividad humana desde los sumerios: las obras siempre superan lo presupuestado] y despertó las iras del escritor, aunque todo lo hubiese pagado Pauline; luego disfrutaría mucho de ella —la rodeó con un muro para poderse bañar desnudo— y hasta organizaría en los jardines que la acogen veladas de boxeo, en las que él mismo soltaba guantazos: Ernest era todo testosterona).
La casa, como era de esperar, está llena de libros, objetos y muebles que pertenecieron a Hemingway y su mujer. Dos hermosas máquinas de escribir antiguas —una Remington y una Underwood, of course— adornan una mesa (y yo pienso en lo bien que quedarían en una repisa de mi estudio). También abundan los cuadros y las fotografías, entre ellas una clásica del escritor, enmarcado, como por un halo, por su pelo y su barba níveos, y con un jerséi de lana de cuello alto; varias en las que aparece, muy sonriente, al lado de enormes peces espada que acaba de pescar; y otra de Gregorio Fuentes, el pescador lanzaroteño que inspiró a Santiago, el protagonista del que acaso sea su mejor libro, 'El viejo y el mar'. España está muy presente en la casa: hay un grabado del óleo de Joan Miró, 'La masia' (traducido en las cartelas como The Farm ['la granja']), que recuerda que Hemingway le había regalado la pintura a su primera esposa, Hadley Richardson, en 1925 (después de peregrinar por los bares y restaurantes de París con su amigo John Dos Passos para recaudar los 3.000 dólares que costaba) y que luego se la pidió prestada y ya nunca se la devolvió; la réplica de una escultura de cerámica de un gato, de Picasso, preside otra habitación (Hemingway se la compró al pintor, también en París, a cambio de una caja de granadas [bombas, no frutas]; luego la encontraron, a trozos, en un contenedor de la casa y la restauraron, pero un caco se la llevó y se volvió a romper: ha sido, sin duda, un gato desgraciado, seguramente el único de toda la casa); y el cabecero de la cama del dormitorio de los Hemingway proviene de un monasterio español del siglo XVII.
También menudean pósteres de las películas inspiradas en sus libros, 'Muerte en la tarde' (con la imagen de un torero), 'El verano peligroso' (con la imagen de dos toreros) y 'Por quién doblan las campanas' (sin imágenes de toreros), o hechas por el propio Hemingway, como el documental prorrepublicano 'Tierra de España'. En la cocina, la original del edificio, hay un televisor con mando a distancia, pero disculpo el anacronismo: en el último huracán que sacudió la isla, los empleados de la casa se negaron a desalojarla (y a abandonar a los gatos), y con algo tenían que entretenerse.
Hemingway mantenía en esta casa una estricta disciplina literaria. Se ponía a escribir a las seis de la mañana, después de haberse desayunado con media docena de huevos crudos, y no se levantaba de la silla hasta el mediodía. Se obligaba a pergeñar entre 500 y 700 palabras al día, que pueden parecer pocas para seis horas de trabajo, pero que, créanme, son muchas si se quiere que sean buenas (o verdaderas, como prefería el escritor). Su lugar de trabajo era un luminoso estudio que se había hecho construir en la azotea, y en el que hoy no se puede entrar, solo ver desde la puerta. Hemingway llegaba al estudio, desde el dormitorio, por una escalera metálica exterior: del lecho al escritorio; del amor a la faena. El resto del día bebía, pescaba o boxeaba; es decir, vivía.
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