La mirada del águila. La visión del poeta que asciende por encima de las cañadas y de las ciudades, por encima incluso de las inquisiciones del tiempo, para dejarse caer en picado y tomar después el vuelo rasante, hasta rozar sus alas con el suelo, ... hasta dejar que en sus ojos ávidos se impriman por igual escenas de dolor y de magnificencia. Siempre en vibración. Quizás porque donde el águila busca el equilibrio, o la simetría, o la concordia, lo que permanentemente encuentras es algo distinto: «Yo quiero mirar dentro de la armonía -dice el poeta-. / Pero las cosas me empujan hacia atrás por mi tamaño. / Pero las cosas me apartan de su pálpito. / Pero las cosas solo me dejan jugar con el silencio». El poeta se llama Ernesto Delgado. Nació en 1996 en Placetas, en medio de la isla de Cuba, y es el flamante ganador de la última edición del Premio Loewe a la Creación Joven, con 'Pálpito', publicado por Visor.
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'Pálpito' Ernesto Delgado. Visor. 50 páginas. 2024
Entre el misterio de la vida, de lo que nace, y su concomitancia brutal con la muerte, se desarrolla este libro, el primero de este joven cubano, miembro fundador del grupo literario La Estrella en Germen y actualmente afincado en Palencia. El testimonio, «ante el Horror y la Belleza», de un poeta «que todo lo vuelve pálpito: presentimiento y latido a la vez», en palabras de su paisano Sergio García Zamora. «He visto al pequeño en su cuna lamentar lo desconocido, / moverse de su hora a su rastro como el tigre / que mira también lo desconocido entre rejas», escribe Ernesto Delgado. Lo desconocido o lo conocido, si bien desfigurado por el asombro, como materia prima literaria, en una expresión que oscila entre el verso y la prosa poética, según la urgencia del pálpito, o la envergadura del vuelo: a veces en amplios círculos por encima de las cañadas y del tiempo, y en ocasiones en colisión con un detalle, con un presentimiento, con una verdad pequeña (grande en el poema) que le conmueve. «Mientras bajo la lupa de mi asombro miro la sabiduría, / la miro hasta romper mi silencio y no saber que ha escapado».
La poesía, pues, como pulsión. Y la palabra, en vuelo, como catalizador de los sentidos, pero también como modo de conocimiento, de penetración en esa realidad que no siempre sabemos ver, quizás porque vivimos atrapados en ella, como el niño (o el tigre) en la cuna. Y lo que queda después del vuelo, o de la experiencia, que no es otra cosa que «dolor y canto», repartidos a partes iguales. Materia «de secreta y sonámbula razón» con la que el poeta, por medio de la palabra encendida, lo trasciende todo y se trasciende a sí mismo: «Básteme decir que he destrozado las orillas de mi época por sonar a cenizas y a dígitos y a intemperie». Hay que leerlo.
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