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Vallisoletano y parisino, de Villamor de los Escuderos, en Zamora, José Antonio Valle Alonso es un poeta de larga y fecunda trayectoria, con cerca de una veintena de poemarios publicados desde que aparecieron los dos primeros ('Luz y tinieblas' y 'Marchito rosal') en París, a ... finales de los años setenta. Un poeta que ha dado a la imprenta la mayor parte de su poesía en Valladolid (Azul) o en Madrid (Vitrubio), siempre en profunda mudanza desde el primero hasta el último de sus libros, pero también siempre fiel a un estilo, a un concepto de la poesía donde la belleza, la música, la emoción y el temblor son elementos indispensables. Una ética estética que no excusa el atribuirle a la creación poética esa pulsión, ese alacrán en el pecho, del que habla Valle Alonso por boca de García Lorca, que con frecuencia surge de la herida.
De raíz inequívocamente castellana, pero con fuerte militancia en el simbolismo, la poesía de José Antonio Valle siempre ha mantenido, desde el primero al último de sus libros, una sólida relación con los elementos naturales. Con el fuego, quizás, de manera singular, como instrumento de la naturaleza y, al mismo tiempo, como representación del espíritu humano. Fuego exterior, en todo lo que arde al tiempo que ilumina al mundo. Y fuego interior, muy cerca de la llama que consume y no da pena de San Juan de la Cruz, uno de sus poetas de cabecera. Y en el caso de su último libro, 'Lo que queda del fuego', además, llama viva donde el amor se funde y se confunde con la belleza y con la propia existencia. Y con la memoria, ya que la propia contemplación del mundo, de la belleza o de la vida, convocados en la hoguera del amor puro, inevitablemente produce una suerte de nostalgia, de melancolía, de gozosa delectación en la desazón poética.
El fuego y más allá, es decir, en lo que queda del fuego. Brasas y rescoldos de calor profundo. Porque después de todo lo que hiere en la intemperie de las horas (el frío, la incuria, las pérdidas, el dolor, la incertidumbre), el poeta se afana en interpretar las llamas del fuego como signo de la quimera, del sueño, de las campanas, de la primavera, de la poesía. 'Una mínima luz' protectora frente a la desnudez flagrante de la inevitabilidad de la muerte.
«Poesía apenas posada en el papel», dice el poeta, con esa insoportable levedad del ser en las horas de la meditación a solas, frente al fuego del tiempo. La ofrenda de «un velo de intimidad».
Y aunque pírrica, la victoria de la palabra (rota o herida, pero siempre encendida) contra el tiempo. Paso lento, golpe de delirio, sueño del ser entre advertencias de mirlos o de alondras. Lo que queda del fuego sobre la flor de la sangre.
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