Es su cuarto libro de poemas, después de 'Ensueño' (2009), 'Alumbramiento' (2016) y 'Corazón huido' (2022). Y el último, además, de una serie de poemarios, ensayos y traducciones que cuenta, entre otros trabajos, con su espléndida traducción del 'Cantar de los Cantares', con toda su ... maravillosa concomitancia sanjuanista. En 'La piel cantaba', su última entrega, publicada en la colección Cálamo de Menoscuarto, Elisa Martín Ortega (Valladolid, 1980) vuelve a hacer sonar su voz lírica con acento personal, con una escritura propia que alcanza quizás aquí sus cotas más altas de expresión hasta la fecha.
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'La piel cantaba' Elisa Martín Ortega. Colección Cálamo, ed. Menoscuarto.
En 'La piel cantaba', la poeta pugna una y otra vez, quizás inútilmente, por establecer una frontera cierta, acaso definida por la delgada línea de la piel, entre entidades contrarias como el amor y el dolor, como el alma y el cuerpo o como el ser humano y el mundo. La distancia mínima, fragilísima, perdida una y otra vez en el mapa de las emociones, que separa unas regiones de otras. O quizá también esa tierra de nadie que existe entre estos contrarios (acaso complementarios), como existe sin duda la indefinición entre los territorios del sueño y los de la vigilia, sobre todo cuando a toda esta complicada geografía sensorial se superpone el verdadero reino común del deseo, donde nadie sabe de fuertes ni de fronteras. «El dolor que protege», pero también el amor que puede herir como «una espina clavada en el centro del pecho» (la de Machado, la de Rosalía, la de Teresa de Jesús). Caricias que son capaces de atravesar la piel y llegar a herir el corazón, los huesos y hasta el alma. Amor y dolor y entrega y esperanza que se materializan además en los misterios de la maternidad… Una incógnita más en los predios del ser y del estar sobre la tierra.
Es la voz de Elisa Martín Ortega una voz encendida en plena búsqueda de la belleza. Una voz que canta sobre las sorpresas del tacto y las visiones del interior, en ese momento incierto, todavía en los feudos de la noche oscura del alma, donde se espera con inminencia la llegada de la luz del amanecer. El peregrinaje poético por «los contornos de lo real» donde el sueño, como el deseo, o como la propia oscilación de la existencia, más allá de los límites de la piel, quieren mantener al máximo esa levedad de los cuerpos que se resisten a aterrizar del todo en la gravedad de las horas, de los días, del tiempo.
La vibración íntima de las cosas, percibida como un enigma a través de la vibración delicada, casi imperceptible, de una piel que canta como preludio de una voz. De una voz que canta como preludio de una escritura. De la poesía que queda al fin como partitura, como consignación de los mundos sutiles de la existencia.
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