Secciones
Servicios
Destacamos
Rafael Vega
Valladolid
Viernes, 14 de febrero 2020, 07:38
Recuerda el filósofo y ensayista Byung Chul Han en uno de sus escritos la célebre historia de Hans, un caballo alemán que hace más o menos una centuria fue mostrado públicamente en numerosas ocasiones con el fin de enseñar su capacidad para sumar. La ... respuesta comunicada del caballo se limitaba a los golpes en el suelo con su pata tantas veces como el número equivalente al resultado de la operación que se le proponía. El Listo Hans, como llegó a ser conocido, alcanzó una fama tan notable, y el enigma que explicara su alarde matemático propició tal interés, que un grupo de expertos procedió a su estudio para llegar a la conclusión de que, en efecto, Hans era incapaz de sumar, pero sus sentidos podían percibir mínimas gesticulaciones en sus ansiosos interlocutores, cuyas caras de póquer apenas podían guardar secretos para él. Hans, por tanto, podía dejar de golpear el suelo con su pata cuando a su alrededor una tensión invisible, fruto de la expectación manifestada por los espectadores cuando alcanzaba con sus golpes la cifra correcta, se abría paso hasta su capacidad de percepción.
Esa sensibilidad animal, a menudo desdeñada, cubre, sin embargo, todas las relaciones humanas. A pesar de nuestra dependencia del lenguaje escrito y hablado, que hemos adoptado como sistema de comunicación para los mensajes complejos, nuestros gestos y posturas, individuales y colectivas, son imprescindibles. Acaso sea este el motivo del éxito mundial de los emojis. Sus gestos acompañan cada vez más a menudo nuestras interpelaciones lingüísticas y no en pocos casos sirven por si solos para una comunicación completa. Grados de risa y de sonrisa, gestos de desaprobación o de tristeza; enfermedad, alegría, afecto, amor, odio, asco, incertidumbre, asombro o desesperación sobrevuelan nuestras cabezas a la velocidad de la luz para brotar con una vibración en nuestros móviles; un lenguaje asignado tan universal que cualquier ser humano puede entender porque reproduce gráficamente una gesticulación asombrosamente ecuménica. Por eso, a pesar de la lejanía, los niños rojos y desnudos del escultor chino Chen Wenling conversan con los espectadores del mundo con igual prontitud. Su risa franca y su alegría desmedida suponen una limpia y directa alusión a las nuestras. También su miedo, o su frío o su furia.
Y a pesar de que Wenling, uno de los escultores chinos más cotizados, parece gozar de un éxito marcado por la cultura del objeto, no sería justo eliminar de su ecuación plástica la formidable presencia de una ambición lingüística universal. Sus esculturas a menudo caricaturescas, sicalípticas e irreverentes establecen, sin embargo, un complejo catálogo de expresiones fácilmente comprensibles. Su sarcasmo adopta trazas de degeneración, de exagerada deformidad establecida, a pesar de todo, con un cuidado estético sorprendente. Su serie de cerdos humanizados, brillantes e impecables, a pesar de su abyecta complejidad, gozan de un acabado inmaculado; su crítica al descontrol furibundo del capitalismo más irracional, proyectada en su serie de toros propulsados por su propia ventosidad, recuerdan a ninots indultados de cuidada factura.
Aun así, la poderosa intensidad de sus imágenes empuja el orden de cuantos conceptos revisa. Su visión consigue de nuestro fuero interno la redacción de oraciones imposibles, de figuras literarias que bien pudieron parirse en los reflejos esperpénticos del callejón del Gato.
Y sin embargo, cabe preguntarse qué es más grotesco: el aspecto formal de las esculturas de Wenling o la sociedad y los comportamientos que las inspiran gracias a esa tensión invisible y colectiva que nos rodea.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.