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La muerte siempre está ahí, esperándonos. Bien lo saben quienes la tratan a diario, como la doctora británica, especialista en cuidados paliativos, 'matrona de la muerte', según se autodenomina, Kathryn Mannix, «media vida acompañando a los moribundos», a los que «luchan por respirar». Por tanto, ... mucho podemos aprender de su experiencia, que vierte en 'Cuando el final se acerca' (Siruela), libro «para morir mejor», que busca, y consigue transmitirnos, «consuelo e inspiración» allí donde teóricamente radica de manera palpable el 'horror vacui' de la existencia.
Mannix enlaza y agrupa temáticamente, de lo más concreto como los cambios físicos, el manejo de los síntomas o los patrones de comportamiento, a lo abstracto, tal que darle sentido a la transitoriedad o la forma de valorar lo que verdaderamente importa, historias edificantes e ilustrativas recordadas, vividas en primera persona, basadas en hechos reales, para familiarizarnos con la agonía, con el proceso inexorable de la muerte. Al final de cada uno de los agrupamientos propone una coda reflexiva sobre las cuestiones planteadas al hilo de los relatos, que se leen en vilo pese a conocer el desenlace. Entre lo conmovedor y lo compasivo, sin dejar de lado la trascendencia, la dimensión espiritual del ser humano, con sensibilidad, tacto y paciencia, conjuga a la perfección el testimonio con la narratividad y el pensamiento lateral: el tema cadente de la eutanasia, el duelo, el legado, la reanimación… Y cómo engrandece a los enfermos terminales, la mayoría de cáncer, que ha conocido como pacientes y son ejemplos de la dignidad y entereza del hombre ante la adversidad última y lo irreversible, siempre desde la humildad, afortunadamente, desmintiendo lo pretencioso del subtítulo: «Cómo afrontar la muerte con sabiduría».
La muerte se acerca. Mediante una escritura hipnótica, con ribetes líricos –diez de los breves capítulos, que se recopilan hacia el final, constan de una sola frase, a menudo una imagen irracional, metafórica, sobre la mirada maternal– la joven moldava, residente en París, Tatiana Ţîbuleac, evoca por extenso en 'El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes' (Impedimenta), a través de la voz ríspida de un genio chiflado, los meses finales de la vida de su progenitora, cuya sentencia, «un cáncer maligno y rabioso», desconocía, un verano francés «ilegítimo» y alocado, cerca del océano, junto a una apestosa finca de colza y a otra de girasoles con un punto alucinante a lo Van Gogh. El subterfugio narrativo que dota de verosimilitud al testimonio es que ha escrito el libro porque se lo recomendó el psiquiatra a fin de superar su bloqueo pictórico. La otra coartada, en torno al asunto que nos ocupa, es reflexiva: «a veces, cuando pienso en la muerte y me pregunto qué pasa con las personas después, a continuación, al final…los recuerdos son mi respuesta».
«Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás». Son las tres primeras líneas de la novela. El protagonista, adolescente, otea desde un ventanal del centro psiquiátrico del que va a salir a su madre, apostada por vergüenza afuera. Es un comienzo llamativo, de los que se recuerdan, para una novela espléndida, supongo que la traducción del rumano, por parte de Marian Ochoa de Eribe, que ha elevado en español al ahora afamado Mircea Cărtărescu, tiene parte de culpa. En sus mejores momentos me ha devuelto a la literatura fronteriza y descarnada de la premio Nobel Herta Müller, que curiosamente, siendo rumana ha escrito en alemán por motivos de ascendencia, y ya es decir, con lo que me encandila su prosa. «De haber podido la habría cambiado en dos segundos por cualquier otra madre del mundo», espeta más adelante. Solo la salva por la hermosura de los ojos del título. No mejor parado queda su padre camionero, también inmigrante polaco en el extrarradio de Londres, que había huido de casa con una joven con un piercing en la lengua, sólo imaginárselo le «hacía vomitar». Es de una crudeza, como se ve, sin paliativos. En realidad, por contraste, a partir de sus palabras despectivas, traza un retrato durísimo del inestable, averiado, al cabo millonario narrador, de su modo de ver la vida, tal vez de su generación, del vacío existencial a consecuencia de la falta de sentido.
La muerte acecha. La muerte, como perro de presa, nos acecha. Siempre espera, agazapada, la ocasión propicia. Aunque en ocasiones falla, como sucede en los relatos enlazados por Maggie O'Farrell en su reciente, el original es de 2017, 'Sigo aquí' (Libros del Asteroide), diecisiete trances autobiográficos, desordenados en el tiempo, en los que la muerte se le ha acercado peligrosamente, desde su niñez escapista y asilvestrada –con tres años, un incidente que le recuerda su madre; con cinco, cuando se perdió «en un camino de una isla remota» o casi la atropella un coche; con ocho, aquejada de una grave encefalitis que le dejó como secuela un control motriz inestable– hasta una peligrosa travesía a nado, con su hijo a cuestas, con destino en una plataforma cercana a una playa de Zanzíbar. Muchos a causa, solo comparable para ella a la escritura, del amor y emoción que le suscitan los viajes desde una excursión estudiantil a Roma, que la deslumbró.
El título procede del exergo del libro, una cita de 'La campana de cristal', de la pobre Sylvia Plath, que se sobrevivió a sí misma hasta que no pudo más y se entregó a la llamada de la innombrable abriendo la espita de gas y colocando su cabeza en el horno a modo de pastel votivo. La primera circunstancia en la que sorteó o engañó a la muerte, casi siempre gracias a sabios o a ángeles humanizados, se remonta a su mayoría de edad, cuando se fue a vivir sola, abandonando de golpe la casa paterna y el instituto, a una caravana, para trabajar como limpiadora en un «retiro alternativo holístico, al pie de una montaña». Allí se libró de un psicópata campestre que al poco violó, estranguló y enterró a una turista del albergue. No tuvo tanta suerte, aunque también salió ilesa, cuando, paseando entonces acompañada de su novio con el que recorría Sudamérica, la atacó, para robarles, un sintecho chileno. La segunda, le sucedió a sus dieciséis recién cumplidos, mientras trabajaba por las tardes como «camarera en un alojamiento para golfistas»: se lanza a oscuras al mar desde un muelle y menos mal que la rescata un amigo. Muchos años después la arrolla y casi se la traga una enorme ola en el Índico, en la costa paradisiaca de la India.
Como trasfondo de los episodios que relata O'Farrell, que se dio a la lectura y en consecuencia empezó a escribir tras desertar del doctorado en Cambridge y escaparse a Hong Kong, en un vuelo accidentado en el que el avión estuvo en un tris de estrellarse, de los momentos en que estuvo cerca de perder la vida en el mar, en la carretera, en el hospital, en el circo…late su formación y evolución psicológica como persona, por lo que el volumen, que corrobora la solvencia, el instinto y capacidad narrativos ya demostrados en 'Tiene que ser aquí' y 'La primera mano que sostuvo la mía', publicados con anterioridad por la misma editorial, conforma una autobiografía a modo de puzzle temporal.
La muerte llega. Fascinada por ella, Caitlin Doughty abrió, diríase que por vocación, a tenor de sus apreciaciones, una funeraria alternativa, para tratar de paliar la obsesión de sus compatriotas por «mantener a los deudos bien lejos de sus muertos». Si bien en 'De aquí a la eternidad' (Capitán Swing) nos acerca a singulares excepciones como la cremación, con cortejo fúnebre, al aire libre, en un terreno donado por un grupo budista zen en las afueras de una aldea de Colorado, lo que le da pie a un análisis concienzudo sobre el proceso de incineración. O el experimento de una especie de macabro compostaje de cadáveres en un bosque de Carolina del Norte, lo que propicia que reflexione sobre la donación de cuerpos para la ciencia.
El origen del libro está en que se pregunta por qué nuestra cultura «se muestra tan remilgada ante todo lo que tiene que ver con la muerte». Por eso nos conduce a otras que, en vez de ocultarla, se familiarizan con ella, viaja por todo el mundo para conocer de primera mano y relatarnos los ritos funerarios de diversos lugares, harto curiosos y menos conocidos que las piras indias o los caprichosos ataúdes de Ghana. Antes, se remonta, erudita, a la antigüedad clásica, al relato fundacional de Herodoto en el que refleja la incomprensión ante los rituales mortuorios, de la ignición al canibalismo, de los distintos pueblos griegos y persas. Pero también a las complejas costumbres de los indígenas del actual Canadá. Para desembocar en el tanatoturismo en un rincón remoto de las Célebes indonesias o en los sofisticados columbarios de diseño japoneses.
Lo más interesante de su recorrido, que prueba su facilidad narrativa, es el detallismo, que desde lo escalofriante bordea lo friki, el retrato de los peculiares personajes con los que se cruza y las digresiones, bien sean cultas, literarias o pictóricas, o pedestres, como una sobre el palo extensor para hacer selfies. En sus páginas nos estremecen y conmocionan las torres de silencio de los parsis en Bombay en las que las aves carroñeras despedazan los cadáveres, las disecciones en los funerales celestes del Tíbet, los restos momificados en la cripta de una iglesia de Viena o los muestrarios de «ñanitas» en La Paz, que Doughty relaciona con el culto a las calaveras napolitano. Hace también parada en Barcelona, donde se sorprende de la habitual asepsia de nuestros tanatorios minimalistas e hipermodernos, con el muerto aislado tras un cristal, a veces camino del crematorio directamente, práctica que, por cierto, facilitó el truco del presunto cambiazo de los ataúdes en nuestra ciudad. Ay, hasta con la muerte se negocia.
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