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Pronto se difundió por Europa, tras el regreso de Cristóbal Colón, un pánico agudo a los indígenas comedores de carne humana, aunque, lejos de contar con pruebas al respecto, hubiera de reconocerse desde el medievo español la notable tendencia a compartir en torno al hogar ... nocturno fabulosos y surtidos cuentos asustaniños sobre beréberes que masticarían despaciosa y teatralmente ante sus cautivos aterrorizados diversas porciones identificables de cristiano hervido; o sobre endemoniados vagabundos, depredadores de la peregrinación, capaces de aceptar la condenación eterna a cambio de un bocado aberrante, como nos fabularía Jesús Torbado.
Sin embargo, algo de cierto había en los relatos llegados del Nuevo Mundo, aunque distaran de la visión cristiana y europea convencida de la imprescindible conservación de los cuerpos para su resurrección ante la inminencia del Juicio Final y tan sensibles al martirologio de los cuerpos devorados por las fieras para espectáculo de la oscura, desalmada y pagana Roma. La actitud caníbal de algunas tribus americanas, lejos de profundizar en la animalidad que para los europeos acaso pusiera de manifiesto, obedecería, sin embargo, a aspectos más espirituales y culturales; a un odio y una rivalidad que bien pudiera desplegarse en compañía de una insoportable admiración hacia el individuo devorado, incluso para adquirir las virtudes de éste, hasta el extremo de que su consumición, en significativas circunstancias, no solo supusiera el mayor de los honores, sino el sentido dotado a toda una vida.
En cualquier caso, el canibalismo trasciende al proceso escatológico y eleva su actividad hasta el espíritu del hombre. Caníbal no es solo quien se alimenta de la carne y los órganos de un individuo y pretende con ello adquirir la fuerza, la destreza y el coraje de un enemigo, sino aquél que se apropia de su lengua, de su conocimiento, de su tecnología. Yesa idea, al menos, debió de iluminar hasta la ceguera a Oswald de Andrade, escritor e intelectual brasileño, cuando adquirió conocimiento de la fuerza cultural perceptible en las manifestaciones artísticas indígenas que habían sido fagocitadas por todos aquellos pintores, escultores y escritores vanguardistas en el París de entreguerras para cocinar cuantos ismos fuera capaz de digerir la Belle Epoque.
La iluminación de Oswald de Andrade, hijo de la más selecta burguesía cafetera de San Pablo, exquisito, culto y ungido para la formulación de un ideal identitario que otorgara al poderoso Brasil de principios del siglo XX de un lugar adecuado en el mundo, concibió el Manifiesto Antropófago que inspiraría su esposa, la pintora Tarsila do Amaral, gracias a su obra pictórica titulada 'Abaporu', expresión tupí-guaraní que significa «hombre que come hombre»; un mítico y significativo lienzo capaz de manifestar los valores naturales y terrenales de Brasil, de hombres concebidos como frutos en una tierra anterior a Colón, ausente de relato (es decir, de tiempo) y de escala comparativa (es decir, de espacio).
Oswald de Andrade propuso la creación de una cultura antropófaga capaz, a su vez, de devorar las influencias extranjeras culturales que dominaban el mundo, digerirlas cuidadosamente y convertirlas en «algo nuevo» capaz de mostrar un Brasil moderno que no habría de ser nativo, ni criollo, ni esclavo. Un fruto, a fin de cuentas, un alimento. De Andrade no era indígena, ni siquiera conocedor de las culturas precolombinas brasileñas supervivientes, hasta que se alimentó de los ismos europeos que anteriormente las fagocitaron. Una cadena temporalmente inabarcable en la que seguimos inmersos. Como escribió Óscar Calavia: «Un buen caníbal no es un ser unívoco que mire con apetito a su alrededor: tiene que ser, desea ser a su vez, devorado.»
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