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La Biblioteca Pública de Nueva York es una de las más importantes del mundo, por el volumen de documentos que atesora, por su eficacísimo sistema de préstamo y por los medios que ofrece al público para el estudio y la investigación. Británicamente, se llama 'pública', ... pero es, en realidad, privada, aunque a su financiación contribuye también la ciudad de Nueva York. Existe como tal desde 1895, cuando se fundieron las dos principales bibliotecas entonces de Nueva York, la Astor y la Lenox, y el legado de Samuel J. Tilden en una única entidad, que se radicó en 1911 en la Quinta Avenida, donde todavía sigue, custodiada por dos gigantescos leones de piedra. Los leones son muy socorridos para guardar los edificios importantes. Otros dos vigilan también las Cortes, aunque los nuestros –que tienen hasta nombre: Daoiz y Velarde, por los héroes de la independencia– sean de bronce, de unos cañones moros ganados en alguna de las muchas guerras de África en las que se desangró España durante décadas. (Por cierto, que a uno –no sé si a Daoiz o Velarde– le faltan los testículos, que el otro luce con autoridad; pero tan perturbadora ausencia no le resta al capón empaque ni galanura).
Pero a lo que iba: los dos felinos de la Biblioteca Pública de Nueva York son la proa gemela de un edificio neoclásico que alberga innumerables tesoros. La visito con mi amigo Juan Luis Calbarro, zamorano, poeta, editor y muchas cosas más, con el que he coincidido estos días en la Gran Manzana. Visitamos, en primer lugar, la sala de retratos, la Edna Barnes Salomon Room –los americanos nunca se olvidan de bautizar los lugares con los nombres de quienes los hayan inspirado o alumbrado: el nombre es fundamental en la cultura democrática de los Estados Unidos–, a la que se accede por un vestíbulo –la McGraw Rotunda– circundado de columnas y en cuyos murales se representan escenas de la historia de la escritura y la lectura, obra de Edward Laning.
En la sala nos impresiona el óleo 'Milton aveugle dictant Le Paradis Perdu à ses filles', del húngaro Mihály Munkácsy, de 1878, que preside una larga serie de retratos en la que abundan los de las familias de los fundadores de la biblioteca, la Astor y la Lenox. De los miembros de la primera (todos patilludos y vestidos de negro, irremediablemente respetables) vemos uno de John Jacob Astor IV, que murió con el Titanic. Volvía de su luna de miel en Egipto y Europa con su segunda mujer, Madeleine, veintinueve años más joven que él, cuando se topó con el iceberg más famoso de la historia y pereció en el naufragio (Madeleine se salvó; eran los tiempos de «¡las mujeres y los niños primero!»). Nos admira también un retrato de Kitty Fisher, obra de Joshua Reynolds, la cortesana de apabullante belleza y piel blanquísima, cuya blancura explica, según algunos, su muerte. Kitty Fisher se trataba con potingues ingentes para preservar su hermosura, pero aquellos mejunjes contenían una gran cantidad de plomo, y el metal, infiltrado por los poros, la intoxicó fatalmente. La Fisher murió a los cuatro meses de casarse con el rico heredero de un almirante. Tampoco ella, como el cuarto Astor, pudo disfrutar de las mieles del matrimonio. En la sala vemos asimismo retratos de Oliver Cromwell y, cómo no, de George Washington, y, entre los escritores, de Washington Irving y Truman Capote, el más actual y el de actitud más traviesa de todos los presentes.
Pero la sala de los retratos no agota las maravillas del lugar. Otras aún más estupefacientes se exhiben en la exposición 'Treasures' ('Tesoros'), donde nos recibe el escritorio de Dickens. Casi asusta pensar que en el asiento que tenemos delante (que podríamos tocar con solo alargar la mano, si no lo impidiera el cristal antibalas con que lo han protegido los comisaros de la exposición) se acomodaron, días y años, las augustas posaderas del escritor. Frente a este gran mueble, el escritorio de Charlotte Brontë, que anda cerca, pequeño y portátil, parece un juguete. Dickens aporta más objetos a la exposición, coherentemente con su largueza como escritor: en una vitrina vemos el abrecartas de marfil cuyo mango está hecho con la pata de su gato. La sección de los objetos de los escritores abunda en curiosidades: ahí están los zapatos de Arturo Toscanini, el bastón de Virginia Woolf, un rizo de Beethoven y un vestido morado de Isadora Duncan. Puestos a admirar el vestuario de la bailarina, yo, morbosamente, habría preferido la chalina que la estranguló en Niza, en 1927, al enredársele en los radios de la rueda del coche, conducido por su amante (con el que se dirigía a otra noche loca de amor), y que motivó el sardónico comentario de la siempre maligna Gertrude Stein: «La afectación puede ser peligrosa».
Los manuscritos de la exposición son muchísimos: de Twain, Steinbeck, Wilde, Kerouac, Woolf, Dylan, Austen, Tennessee Williams (de quien se expone el guion hollywoodiense de 'Un tranvía llamado deseo', cuya presencia agrada sobre todo a Juan, que está trabajando en la traducción de una de sus obras) y un largo etcétera, en el que también encontramos a Borges: aquí están las páginas, de su puño y letra, 'La lotería de Babilonia', un cuento en el que el proclama que Babilonia, es decir, el mundo, «es un infinito juego de azares». Los libros expuestos también son deslumbrantes: desde las tablillas cuneiformes, de cinco mil años de antigüedad, que pueden considerarse los primeros libros existentes, hasta la primera edición impresa de las obras capitales de Platón, por Aldo Manuzio, de 1513; un Primer Folio de Shakespeare, de 1623 (es el segundo que veo, después de otro admirado en la Biblioteca Británica de Londres); una Biblia del rey Jaime, de 1611; o una Biblia de Gutenberg, de 1455.
Las letras hispánicas están poco representadas, como es habitual, pero no podemos dejar de apreciar la edición de 1692 de las obras de sor Juana Inés de la Cruz; la primera edición de 'Doctrina breve', de Juan de Zumárraga, el primer obispo de la Nueva España, de 1543; y un grabado titulado 'Gran cabeza grotesca, de Jusepe de Ribera' (sic), que representa a un horrible escrofuloso, y que es uno de los poquísimos grabados originales de Ribera que subsisten en el mundo.
Salimos aturdidos y exaltados de la exposición y de la Biblioteca Pública de Nueva York. Para dos letraheridos moderadamente fetichistas como nosotros, esta visita nos ha ratificado en el amor por la literatura y también por los materiales que la constituyen.
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