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Sala con los fondos de la Biblioteca Nacional de Poesía, en Londres, y (abajo) entrada a la misma. El Norte
La Biblioteca Nacional de Poesía

La Biblioteca Nacional de Poesía

La isntitución lírica se inauguró en 1953, con los auspicios de grandes autores, como T. S. Eliot y Herbert Read

Eduardo Moga

Valladolid

Viernes, 6 de marzo 2020, 07:56

En Londres hay una biblioteca dedicada exclusivamente a la poesía. Es la National Poetry Library, que no significa Biblioteca de Poesía Nacional, sino Biblioteca Nacional de Poesía. Hasta tal punto se dedica exclusivamente a la poesía que sus empleados, con la suave firmeza que caracteriza ... a los ingleses, invitan a abandonarla a todo aquel que quiera utilizar sus instalaciones para cualquier cosa que no sea la poesía. La Biblioteca Nacional de Poesía se encuentra en el Southwark Centre, un centro cultural que reúne múltiples instituciones consagradas al pensamiento y las artes. A pocos metros discurre el Támesis, un río que nunca se sabe a dónde va –a veces fluye hacia los Cotswold, donde nace; a veces, hacia el mar del Norte, donde desemboca–, pero siempre imponente y fangoso. Desde las ventanas de la Biblioteca se lo ve pasar, espejo gris en el que se reflejan las luces de Westminster, la City, Canary Wharf y la sucesión de barrios, más allá, que engarzan una ciudad interminable. El Big Ben está escayolado: lo envuelven andamios y lonas, bajo los que un enjambre de trabajadores se afanan por lustrarlo y enderezarlo –el viejo Ben se inclina, como la Torre de Pisa–, aunque esa férula de tubos y plataformas que lo inmoviliza no impide que suene. Muchos de los que se concentraron en la capital para celebrar el 'bréxit', recibieron sus campanadas de medianoche como la confirmación jubilosa de una excarcelación. Más acá, en la ribera sur del Támesis, los skaters fatigan una pista de patinaje habilitada por el ayuntamiento, decorada con espantosos grafitis multicolores. El choque de las tablas y las ruedas con el suelo de cemento y los bloques de piedra –que parecen bancos, pero donde nunca se ha sentado nadie– produce un tableteo seco, como si unos francotiradores ejerciesen distraídamente su oficio. El lugar, aunque cubierto, me recuerda a algunas plazas de Barcelona –la dels Àngels, frente al MACBA; la de la Universitat, frente la Universidad– donde los patinadores se desfogan también con cabriolas y piruetas: todas me transmiten una sensación de reserva india, de coto en el que se estabula a una tribu de alborotadores. No lejos de la caverna de los 'skaters', bajo el puente de Waterloo, los libreros de viejo montan sus paradas callejeras. Aunque nunca haya demasiada poesía, ahí he encontrado algunos títulos –y algunos grabados– interesantes; y también, en ocasiones, dificultades para pagar. A diferencia de los librovejeros españoles, celosísimos custodios de su mercancía, los británicos suelen ser centinelas desidiosos. Muchos prefieren mantenerse pegados a las paredes del puente, más resguardados del viento a menudo helador y bebiendo discretamente de una petaca. Y no es infrecuente no encontrar al dueño del puesto, que está dando una vuelta o se ha ido a contemplar las limosas turbulencias del Támesis o las vocingleras evoluciones de las gaviotas. Más hacia el oeste, se levanta el London Eye, el «ojo de Londres» –como si Londres no tuviese ya miles, millones de ojos, contemplándolo a uno por todas partes–, delicia de turistas y chirrido esférico en la sucesión de sosegados edificios neoclásicos que jalonan ambas orillas del río.

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