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Se conmemora este año el 150 aniversario del nacimiento de Pío Baroja, un escritor insólito en el panorama literario español. Su primera particularidad puede que sea su falta de pretensiones estilísticas, nunca buscó un adjetivo que llamara la atención o construyó una frase de rebuscada belleza. A menudo era desmañado, tienden a sobrarle algunas preposiciones, pero no le importaba. Su personaje narrador Shanti Andía dice:«Mi público creo que no me reprochará mi falta de atildamiento (…) De mí no hay que esperar los perfiles literarios de un profesor de retórica». Tuvo una formación más científica que literaria –fue médico, aunque apenas ejerció como tal–, y le interesaba la filosofía mucho más que la sintaxis. Eso no le impidió ser académico de la Lengua.

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Escribió y publicó muchísimo, numerosas novelas, entre ellas unas a modo de 'Episodios nacionales', las 'Memorias de un hombre de acción', bastantes artículos y unas memorias prolijas en las que cabe todo lo que se le ocurre sobre la marcha. Sorprende esa abundancia en un tipo que desde el primer momento se muestra bastante escéptico, casi nihilista.

Tenía un particular aprecio por una de sus primeras novelas, 'El árbol de la ciencia', publicada en 1911, con 39 años y cierta experiencia literaria detrás. El estilo es terso, a su manera, y no se entretiene en adornos ni consideraciones superfluas. Es un 'Bildungsroman', un relato de aprendizaje de un aproximado alter ego del autor. Impresiona la crudeza con la que describe a la familia de su ¿héroe?, Andrés Hurtado. «Su mujer fue una víctima (…); pasó la existencia creyendo que sufrir era el destino natural de la mujer».

No sale indemne de sus descripciones ningún miembro. Estudia Medicina y la Facultad, los profesores, sus compañeros y amigos, entre reproches, no reciben el menor elogio. Hace retratos de personajes singulares, no como ejemplos de nada, sino por sus rarezas, como un científico que diera cuenta de aquello en lo que trabaja. Por allí aparece una galería de tipos madrileños de final del siglo XIX, con muchas más miserias que virtudes.

En sus memorias hace retratos de muchos sujetos famosos de su época, algunos importantes también hoy. No soportaba a Unamuno. «Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por gusto a nadie. No escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía ser la filosofía kantiana». Sobre Ramón, escribe: «De Gómez de la Serna (…) creo que no se sacará nada: todo es bazofia, jerigonza de la época. No tiene exactitud, no tiene gracia». Tampoco él era de los predilectos del autor de las greguerías. Sobre la obra de Valle-Inclán, dice: «La considero un traje lleno de adornos y de lentejuelas un poco cogidas de aquí y de allá».

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A Azorín y Ortega y Gasset les tenía más consideración. El filósofo le llevaba de excursión, con otros amigos, en su automóvil. Renegaba del concepto 'Generación del 98'. La descripción de tipos es una constante a lo largo de su escritura. En cambio, no se preocupa mucho por la progresión dramática en sus novelas, que avanzan como ríos, con accidentes que salen al paso y que hay que superar. «Esta tendencia mía a no apreciar gran cosa la composición, me ha hecho descuidarla un tanto en mis libros».

En 'El árbol de la ciencia' aparecen mujeres como personajes, nunca muy agraciadas: «La hija de la señora Venancia era una vaca sin cencerro, holgazana, borracha, que se pasaba la vida disputando con las comadres de la vecindad». Por algunas de ellas el protagonista siente deseos, nunca lo llama amor. «Lulú demostró a Hurtado que tenía gracia, picardía e ingenio de sobra; pero le faltaba el atractivo principal de una muchacha, la ingenuidad, la frescura, la candidez. Era un producto marchito por el trabajo, por la miseria y por la inteligencia». Sus análisis implacables impiden que le ciegue la pasión. El talento que observa no va a favor de quien lo posee.

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Andrés trata de tener un criterio sobre qué es la vida y qué hacer y visita a su tío Iturrioz, alguien muy parecido, pero mayor, con la amargura más asentada: «La vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas, microbios, animales». Estas conversaciones filosóficas ocupan todo un apartado de la novela, 'Inquisiciones', en el que no ocurre nada más allá de los diálogos entre tío y sobrino. Kant está por encima de todos los pensadores, «Kant prueba que son indemostrables los dos postulados más trascendentales de las religiones y los sistemas filosóficos: Dios y la libertad». Schopenhauer y Nietzsche también le sirvieron al autor como referencia a lo largo de su vida.

Lo religioso, tan importante para Unamuno, no le preocupa lo más mínimo. Es ateo irredento hasta el punto de, cuando muere, en 1956, en plena posguerra, después de haber tenido que jurar o prometer, «lo que sea costumbre», los principios del Movimiento Nacional, para poder vivir en España, se hizo enterrar, con los apestados de entonces, en el cementerio civil de Madrid, para escándalo general. Ya no iban a poder fastidiarle mucho los prohombres del Régimen.

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A su manera, era un árbol, con ramas abundantes. Escribió también novelas de aventuras, con el mar como trasfondo, en las que su vena cáustica aparece más atenuada, aplicando quizá una frase en la que abre el campo a lo que cree que se debe escribir: «Sí, la vida es así, con raras excepciones, es turbia, oscura, casi sin brillo. La novela quizá es lo que no debe ser como la vida».

A pesar de ser un hombre cosmopolita, que vivió largas temporadas en París, y visitó buena parte de Europa, de alguna manera, para bien y para mal, se mantuvo fiel a sus raíces y vivió con orgullosa modestia. «Yo he escrito mucho, pero yo no he escrito mucho pensando en la fama y en el Parnaso; he escrito, primero, para entretenerme, y después, para ganar algo». Con el tiempo, el mordiente de su prosa perdió fuerza, pero no su individualismo radical, ni su amargura.

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