«Cierro los ojos y me desando», escribió Araceli Sagüillo en 'Vibrando la memoria', un libro muy personal en el que sus poemas se confrontaban con las fotografías en blanco y negro de Javier Vicario. Tal vez la poesía última de esta poeta palentina, afincada de largo en Valladolid, sea eso: un desandar, un descalzarse, un despojarse para buscar sensaciones nuevas en caminos viejos. Para caminar sobre cardos y espinos, con los pies mordidos por el miedo, hasta encontrar la confirmación de la vida, de la existencia.
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El último entre los últimos libros de esta nueva etapa, lúcida y fecunda como ninguna otra anterior de Araceli Sagüillo, se titula 'Inefable tierra', y está escrito de nuevo desde las pérdidas. Desde el desasimiento, sí, pero no desde el desistimiento. Más bien al contrario. Porque para la poeta, el fruto de mirar a la muerte cara a cara al final resulta ser la conciliación con la vida. Se diría que, en ella, la carrera hasta el fondo del dolor termina culminando con la propia enajenación del dolor.
En esta batalla cruenta, la escritora tiene enemigas poderosas, como la soledad y las ausencias. Pero cuenta, sin embargo, con aliadas de mérito, como la poesía y la naturaleza. De hecho desde el título, en 'Inefable tierra' la naturaleza, el paisaje, cobra un protagonismo de primer nivel. Un paisaje que no es cualquier paisaje, ya que se trata de los campos de Castilla. Ese espacio mítico de Machado y de Delibes que resulta ser una tierra «cansada de soportar tantos pasados», una sombra que se alarga al final de cada tarde, una proyección profunda de la propia alma de los hombres. «Los atardeceres me pertenecen», proclama Sagüillo, mientras levanta su voz en el declinar del día. Una voz, un canto –la poesía- que, en compensación al avance de la oscuridad, produce «una inmensa ternura, una emoción sin color, un abismo de lágrimas». Una cierta ceremonia de enajenación romántica de la que surge el poema: «Seremos –dice- los locos del dolor, los del amor idealizado, / los del tormento y sombras cuando el sol se oculta».
La poesía, de esta manera, se convierte en signo de la propia vida. En salvoconducto para, desde el atardecer, cruzar la noche oscura del alma y llegar inexplicablemente vivo hasta el nuevo día. La misma poesía que alumbró las primeras ilusiones vitales de la poeta. La que justificó una vida entera que «no fue de alardes», sino más bien «sin ruido, casi de verdad a fuerza de desearlo». La que dio sustancia al amor y a las entregas. Materia «cada vez más necesaria» que, como la tierra, hunde también sus raíces en las voces «de los poetas nuestros», en aquellas «canciones que aprendimos difíciles de olvidar». En la propia sustancia nutricia, vivificadora de la palabra: «Apostemos por la palabra, que es la fuerza y tesón de los sentimientos». Caminando, arrullando, cantando, bailando en los límites del bosque. En los propios límites del mundo. Llama de amor viva ardiendo en los paisajes de la desolación. Casi un milagro.
* 'Inefable tierra'. Araceli Sagüillo. Vitrubio. Madrid, 2020.
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