El escritor y lexicógrafo Emilio Gavilanes. Gabriel Villamil

Apoteosis del fragmento: de 'La transfiguración de la belleza' de Soloviov al 'Bazar' de Gavilanes

La pérdida indudable de la solidez del mundo se ha visto reflejada en la literatura

Fermín Herrero

Valladolid

Viernes, 12 de noviembre 2021, 07:08

Se ha convertido en un tópico la consideración de nuestra sociedad –de las relaciones dentro de ella, de su relativismo en el orden del conocimiento–, como líquida, adjetivo patentado por el pensador polaco Zygmunt Bauman en torno a conceptos como cambio, desplazamiento constante, volubilidad, ... adaptación, individualidad a ultranza, desgarro, fragilidad o fluidez, a su juicio marcas indelebles de la posmodernidad en que nos encontramos. Esta pérdida indudable de la solidez del mundo de antaño se ha visto reflejada, como es natural, de diferentes maneras, en la literatura.

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Uno de los que se olió, entre otras muchas cosas, incluido lo líquido, lo que se avecinaba fue Vladímir Soloviov, pensador idealista, platónico, cristiano a su manera, del llamado Siglo de Plata ruso (finales del siglo XIX-principios del XX), a más de poeta visionario y místico, aunque despreciaba sus versos. Sígueme, que ya había editado dos libros suyos, nos acerca ahora a sus espléndidos y exigentes escritos sobre estética bajo el título 'La transfiguración de la belleza', gracias a la traducción de la especialista Miriam Fernández Calzada, a quien se deben también la escueta y ejemplar presentación, además de las oportunas notas mezcladas con las del propio autor.

Cuando iba a proceder a completar y articular su cosmovisión estética, murió de forma prematura, con lo que solo disponemos de artículos y ensayos breves, que nos proporcionan, eso sí, desde lo fragmentario, una idea cabal de sus principios. El libro comienza con 'Tres discursos en memoria de Dovstoievski', en pos de las ideas últimas, su complejidad espiritual, que impulsaron la narrativa del novelista, a la par que amigo, esbozadas en las palabras dichas en su entierro que se recogen en parte. Su acercamiento le sirve para defender que el arte nuevo debe volver a mirar la religión. El autor de 'El idiota' sería el precursor de esta necesidad, aparte de un avisador que «prefigura ciertos fenómenos sociales» que al cabo ensangrentaron el siglo XX.

Desde la convicción, procedente del también olvidado Chernishevski, de que «la belleza de la vida es superior a la belleza creada por la imaginación artística», el pensamiento de Soloviov se posiciona tanto contra la corriente del «arte por el arte» como frente a las teorías utilitaristas y materialistas del realismo de su tiempo, mientras que defiende la lírica de Pushkin, que califica como irisada y camaleónica, para de paso soltarle algún mandoble a Hegel, al «materialismo económico» de Karl Marx o al «moralismo abstracto» de León Tolstói, y unos cuantos, creo que merecidos, al entonces emergente Nietszche, a cuenta sobre todo del concepto del superhombre. A partir de la pintura, la música o el teatro, para desembocar en la poesía, su sentido general del arte como salvación del mundo se asienta en los principios clásicos de la belleza natural, el bien y la verdad como proyecciones en última instancia de lo divino. Pensaba, como Borges, que hay eternidad en la belleza. Aplica luego su sabiduría, en ensayos sueltos, a la poética de A. K. Tolstói, primo segundo de León, a las de Tiútchev, Fet, Polonski o al genio byroniano, «el demonio de la impureza» y el 'fatum' de Lérmontov.

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 Como decíamos, Soloviov atinó, hace cerca de siglo y medio, al barruntar desmanes artísticos y literarios venideros. Por poner un ejemplo, de 1890: «Todo el mundo tiene su subjetividad y, si nos convencemos de que en ella reside todo, cualquier sujeto mínimamente dotado para la versificación podría dedicarse, sin arrobo ni piedad, a verter su vacío espiritual en una abundante corriente de versos que despertase en él la banalidad y el engreimiento, y en aquellos que lo escuchasen, el abatimiento». Exactamente lo que pasa hoy con la rampante poesía selfi.

Que algo va mal, muy mal, igualmente en el terreno de la prosa, lo demuestra el caso de Emilio Gavilanes, lexicógrafo de la RAE, narrador de mucha altura que publicó dos libros magníficos en una editorial de campanillas, cuyo nombre no diré pues ahora edita incluso a algún parapoeta metido a novelista, es un decir, y desde entonces se ha refugiado en la estupenda y minoritaria La Discreta, donde acaba de ver la luz 'Bazar', memorable silva de varia lección, de condición fragmentaria y heteróclita ya presente en el título. El primer parágrafo se avecina a la belleza de las aves migratorias, el segundo es una recomendación que refuta un precepto vital del budismo, el tercero merodea en torno a las acacias y su simbología, que se remonta a los imperios faraónicos, mientras pasea por una calle de Madrid, el cuarto rememora la plasticidad y el destino de unos soldados paracaidistas de juguete, el quinto, en fin, podríamos seguir hasta cerca del millar por lo heterogéneo, esboza una aproximación exegética a 'Ensayo sobre la ceguera' del Nobel Saramago, de la que se deduce la sentencia: «Uno es lo que hace y lo que le pasa, mucho más que lo que piensa o siente», que da que cavilar bastante, como la mayoría de las entradas de este inclasificable y provechoso libro.

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Cabe, pues de todo, como en un bazar lúcido: episodios enigmáticos de su vida, especialmente de su niñez, que vuelve a menudo con sus calcomanías, canicas, circo callejero, o las peonzas («peones») «de pétalos de colores»; apuntes poéticos de detalles que suelen pasarnos desapercibidos; imágenes ocurrentes en extremo; observaciones muy agudas; escenas o estampas urbanas o campestres contempladas; bosquejos de historias o de cuentos, algunos cercanos al microrrelato; una ración de jaikus en los que es consumado especialista con dos entregas en La Veleta; numerosas píldoras de sapiencia incrustadas como gemas aforísticas; opiniones muy particulares, curiosísimas, sobre la enseñanza, el comunismo o el cristianismo; viajes relámpago, como uno a ver la famosa procesión de Bercianos, en el que plasma en cuatro pinceladas toda la hermosura desoladora de la comarca del Aliste zamorano… hasta cuando comparte sus sueños, a los que atribuye un simbolismo semejante al de los ritos, me convence, con las prevenciones que tengo ante lo onírico como materia literaria.

Todo traspasado por una ironía sutil, raras veces sarcástica, incluso frente a las grandes preguntas de la humanidad. Y la literatura, claro, siempre la literatura, a pesar de los pesares. Deleitosamente zascandil por la parte de Cunqueiro, zahiere la hipotaxis ferlosiana, acusándola de confusa. Le encanta Baroja por lo arbitrario, pese a motejarlo como «Galdós amargado», aunque, a cada cual lo suyo, puestos a elegir se decantaría, creo, por los primores azorinianos.

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Cita a algunos grandes casi desconocidos, Martin Buber, Christian Bobin o Ramón Gaya. Esclarece la naturaleza del monólogo interior y del flujo de conciencia. Se interesa desde el sentido de 'La Iliada' a la novela policíaca o Thomas Merton. No faltan tampoco las incursiones cinematográficas, de Berlanga a las películas del Oeste, su género favorito. No tiene desperdicio, en realidad ninguno de los apuntes, cómo ajusticia de forma harto curiosa 'El desencanto', por señalar otro.

La fragmentación completa la lleva también a sus últimas consecuencias Mireya Hernández en 'Modos de caer' (Newcastle, joven editorial que está conformando un catálogo de lujo), su segunda incursión en el género épico tras el prometedor debut con 'Meteoro' (Caballo de Troya), prueba de su instinto narrativo. Las historias reunidas ahora tienen un aire a los artículos, igualmente muy bien hilvanados y con gracia estilística, que escribió durante un tiempo en 'El Cultural'. Muchas son singulares, enigmáticas o estrambóticas, como aquellos. Sin ir más lejos, la primera, que enlaza con la última dedicada a Gagarin a bordo del cohete 'Vostok-1', sobre un cura brasileño que voló gracias a un millar de globos, como el propietario de una gasolinera de Oregon que llegó así a Idaho, antes de estampanarse. Se recogen sucedidos literarios, de Alfred Jarry, Kenzaburo Ōe, Daniel Defoe, Samuel Pepys, Li Po o Verlaine, su pistoletazo a Rimbaud; así como musicales (Schumann), pictóricos (la del pintor Grant Wood, de Iowa, donde reside actualmente la autora, en su afamado Programa de Escritura Creativa), atléticos (Fosbury), de ballet (Isadora Duncan), e incluso futbolísticos.

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El hilo conductor, leve, que aglutina los apretados escritos es la caída, a menudo azarosa, su inevitabilidad, su dureza, las maneras diversas de estrellarse en la vida. Me viene a la cabeza de pronto un alejandrino, tan raro en ella, fulgurante, casi aforístico, de la poeta asturiana Olvido García Valdés: «Todo acaba cayendo del lado que se inclina». Como fragmentos a su imán, por usar una expresión de José Lezama Lima, los textos se organizan un tanto aleatoriamente en torno a este núcleo. Es curioso que sean las citas intermedias las que sostengan más bien el hilván, las que determinen la trama. De hecho, ya la inicial, de August Strindberg, actúa a modo de poética. Hasta en este aspecto es un libro completamente original.

Gavilanes señala con clarividencia que «el escritor espera del lector una adhesión incondicional, una contemplación arrobada y muda. Cualquier juicio (incluso si es positivo) es erróneo, desenfocado. La obra solo quiere librarse de su soledad». Aunque así sea en el fondo, solo la compañía del lector, sobre todo como en los libros que recomendamos hoy, por requerir atención y tener aprovechamiento, enaltece y redime lo escrito, lo libra de su estéril misantropía.

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