Jorge Praga
Valladolid
Viernes, 9 de abril 2021, 09:31
«Hoy hay poca imaginación y poca fabulación, y en consecuencia se las desprestigia por conveniencia», declaraba Javier Marías en la presentación de su última novela, 'Tomás Nevinson'. De ambos resortes narrativos se ha servido el autor, de su capacidad para imaginar ... vidas, y de arrastrarlas a una fábula que a su vez remite a otras fábulas. Si en sus novelas precedentes se jugaba con la complicidad de obras de Balzac, T. S. Eliot, Janet Lewis, y por supuesto Shakespeare en algún jirón dramático, en esta establece dos fuentes convergentes en sus primeras páginas: 'El hombre atrapado' de Fritz Lang y los diarios del médico Friedrich Reck-Malleczewen durante la Segunda Guerra Mundial. De ambos interesa un mismo hecho: la posibilidad que se cruza ante el protagonista de matar a Adolf Hitler. En el filme de Lang era simplemente una ocurrencia de los guionistas, pero en la otra obra tal posibilidad existió un día de 1932 en que un solitario Adolf Hitler se sentó en una taberna al lado del médico, que iba armado. Si el asesino potencial hubiera rematado su impulso, la historia habría cambiado, desde luego, y muchas muertes violentas se habrían evitado. Javier Marías planta en su trama la semilla de esa potencialidad. No para desarrollarla con la libertad del demiurgo, como hizo por ejemplo Quentin Tarantino en 'Malditos bastardos', envolviendo en llamas cinematográficas al jerarca nazi. No, la mirada de Javier Marías se reorienta hacia los cimientos morales de una acción de ese tipo, una acción de prevención correctora, un asesinato que impediría otros muchos. Y lo enmarca, con riesgo evidente y sorpresa para sus lectores, en las cercanías de los atentados de ETA y el IRA en la década final del siglo pasado.
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Para llevar adelante su experimento tentativo, el novelista recupera al personaje de Tomás Nevinson, lo descuelga de su novela anterior, 'Berta Isla'. Nevinson era el marido desaparecido de Berta Isla, borrado por los servicios de inteligencia británicos. Ahora, urgido por esa misión antiterrorista, vuelve al primer plano. Javier Marías le cede todo el ángulo visual, con una primera persona gramatical que ensarta lo que ve, lo que siente, y sobre todo lo que piensa. Los diálogos y las situaciones nos abren a otros personajes, pero el eje central lo constituye la investigación de Nevinson sobre los sospechosos de estar implicados en atentados, para dar el paso decisivo una vez dilucidada su culpabilidad: matar a quien va a matar, antes de que monte un nuevo crimen. Hay que cargarse de razones para usar los mismos métodos que aquellos que condenas, militantes del IRA o ETA, y esas deliberaciones arman una y otra vez el discurso interior del protagonista: «Todos coincidían en despreciar a la gente, en estar dispuestos a matarla arbitrariamente y en arruinar la vida de los jóvenes que captaban y adiestraban (…) En un sentido no eran muy distintos de los Servicios Secretos que me habían captado y adiestrado, solo que nosotros evitábamos desgracias, en lugar de ocasionarlas. Nosotros éramos reactivos y preventivos, no iniciábamos las matanzas». A algún clavo, ardiente o frío debe agarrarse Tomás Nevinson para no amargarse del todo en su tarea de espía sin escrúpulos. Ellos empezaron la refriega, piensa con simpleza, de ahí la necesidad de defensa y respuesta. La sociedad necesita de esos «ángeles desagradables», como él mismo se califica. El ángel de la historia de Walter Benjamin, que solo percibía del pasado las catástrofes más su impotencia de evitarlas en el futuro, aletea indirectamente en esta denominación.
Cabe anotar que la prosa de Javier Marías tiene la ductilidad y sapiencia necesarias para dejar hueco a la propia reflexión del lector. Nevinson, o el también rescatado de obras anteriores Bertram Tupra, llegan a la página con la ambigüedad y la riqueza que les impide cerrar el dilema moral y político del terrorismo de Estado. No es esa la única virtud de la prosa del escritor, que vuelve a ensayar su sintaxis de frases largas e hipnóticas, con la segregación rumiante de un pensamiento que explora sin descanso los puntos calientes del proceder de Nevinson. A veces parece un desatino que los protagonistas empleen decenas de páginas en tomarse unas patatas bravas, pero en estas acciones inocuas se van depositando tensiones implícitas y cargas de profundidad que más adelante reflotarán. Hay otro elemento estilístico que en esta obra brilla más que en cualquier otra de Marías: la musicalidad. Cierta vez preguntaron a James Joyce por la marcha de la novela en la que trabajaba, y respondió algo así como que ya tenía las palabras, pero le faltaba colocarlas. Marías las tiene y las distribuye, las repite, las ensambla en una partitura de avances y retrocesos, de sonidos que nuestra boca repite en silencio, de matices que agrandan y extienden las situaciones sin perder la cadencia ni el ritmo, ni la progresión hacia el anhelado desenlace. Y sazonadas por sus queridas imaginación y fabulación para recorrer un dilema moral, contado por un solista y un coro extraordinariamente afinados. Soberbio Marías.
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