Detalle de 'El mundo de Cristina', cuadro de Andrew Wyeth. EL NORTE

El amor está para comérselo

Las librerías reciben tres títulos que exploran los espejos y espejismos del enamoramiento: 'El festín del amor', 'Trilogiá de la pasión' y 'El libro de todos lso amores'

Fermín Herrero

Valladolid

Viernes, 20 de mayo 2022, 00:31

Ay, el amor, el amor. No hay quien lo entienda. No obstante, como concluyera el clásico, «quien lo probó lo sabe», claro que tampoco parece Lope de Vega, versado perito, especialista en tantos amores tóxicos y desaforados, el más indicado para endilgarnos sentencias al respecto. El año pasado, en su peculiar narración a la manera epistolar 'Los días perfectos', con la relación entre William Faulkner y su amante Meta Carpenter como alibí, Jacobo Bergareche apuntaba que tal vez «solo nos enamoramos de nosotros mismos enamorados», que sería como decir que únicamente buscamos en la pareja un espejo y, en consecuencia, que el amor, reducido a espejismo de egolatría, no existe. Vete a saber.

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Una disección del tema por lo menudo, de sus diversas facetas, realiza en 'El festín del amor' (Libros del Asteroide, para colofón han elegido precisamente la cita de Lope) Charles Baxter, natural y residente en Minneapolis, profesor de escritura creativa en varias universidades prestigiosas, entre ellas la de Míchigan, donde emplaza la novela. Su amplia obra, emparentada por la crítica con la de John Cheever, sobre todo narrativa, pero también ensayística y lírica, ha sido bendecida, entre otros, por Paul Auster y J.M.Coetzee. El libro se divide, a la manera tradicional, en tres partes: 'Comienzos', 'Nudos' y 'Desenlaces', trabados a la perfección, no es de extrañar que fuese llevada al cine en 2007, el original es del 2000, bajo el título de 'El juego del amor', con Morgan Freeman como protagonista.

Bergareche hablaba, a partir de Faulkner, de los días perfectos, como en la canción de Lou Reed. Del mismo modo, uno de los personajes de la novela indica que «en toda relación hay al menos un día realmente bueno», «un soplo de dulzura», precisa metafóricamente. Es, en concreto, un amigo con el que se sienta en un banco, por la noche, la voz narrativa, identificada de entrada con el autor, insomne, un tanto abatida, desorientada, incluso un punto temerosa, sujeta a episodios esporádicos de amnesia, «lapsus de identidad» los llama, que va recogiendo como una especie de receptor entrometido, aunque sin intervenir, vicisitudes íntimas de personas cercanas, que a su vez amplían el círculo progresivamente, hasta que, con cierto perspectivismo, las criaturas cobran dicción por sí mismas e incluso monologan sobre sus avatares sentimentales.

El dominio de la oralidad en las historias que le van confesando se conjuga con la agilidad carversiana del estilo; el realismo inquietante según se acerca el final de los relatos cruzados, con la pasmosa verosimilitud de los diálogos, tan de la escuela norteamericana; lo obsceno, en particular la relación de dos desaliñados punkies, «máquinas de placer» que prueban hasta con el porno casero o para mirones, con lo culto, representado por un vecino judío, obsesionado con Kierkegaard, el «solitario, excéntrico y enloquecido». Lo amoroso se contempla, al paso, desde todos sus ángulos: va del sexo puro y duro, como desquite inclusive, hasta llegar a los moratones, al cariño, no exento de humor. La segunda mujer del amigo del banco, experta en la materia, «líos emocionales» denomina a los vaivenes pasionales, es quien le proporciona teóricamente, junto a otro alternativo, más cursi, pero que también le iría bien, «Desencadena mi corazón», el título del libro, que en realidad, según figura en los agradecimientos finales, procede del poema anónimo, datado entre los siglos II y IV d. C., 'Pervigilium Veneris'.

También Ariana Harwicz contempla el amor como un «néctar adictivo», pero en su caso tan impetuoso que se acerca a lo violento, en 'Trilogía de la pasión', volumen que reúne sus tres primeras novelas breves hasta ahora sin publicar en España. Las edita Anagrama, que ya nos ofreció hace tres años la desasosegante nouvelle 'Degenerado', posterior, escrita con el mismo estilo torrencial, asilvestrado, incisivo, de una intensidad inaudita, y encima sostenida. La experiencia al leerla, excéntrica, antisocial, desviada, es brutal («la mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos», rezaba el comienzo de la novela mencionada), desoladora, a lomos de una sintaxis frenética, compulsiva, como neurótica, y de un lenguaje embriagador, descarnado, sin red.

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Ya la portada, detalle de uno de mis cuadros favoritos de la pintura norteamericana, el desazonante 'El mundo de Cristina' de Andrew Wyeth, ilustra a la perfección lo que nos vamos a encontrar y, en la escueta 'apertura' inicial, la autora confiesa que escribió las tres narraciones de forma catártica, «con ánimo de venganza» y «como un ajuste de cuentas». Desde luego, impresiona su disección del amor, de una precisión psicológica que sobresalta, durísima, con escalpelo, sin anestesia ni una concesión sentimental ni sensiblera, desde el expresionismo desquiciante de lo doméstico y familiar hasta el sexo en crudo, los encuentros carnales ansiosos, precipitados, convulsos («cuando mi marido se achicó y salió sentí que palpitaba y aunque lo mordí, lo amé»). Qué bestia. Desquiciada, atacada de los nervios, de continuo en punta, no es menos agresiva con los celos, la maternidad o las broncas conyugales, siempre desde un sarcasmo corrosivo que aplasta cualquier atisbo de ternura. Si ajusta la fuerza de su expresión y abandona aún más el solipsismo y cierto ensimismamiento («escribir es oponerse al mundo»), creo que es una escritora llamada a cuajar grandes novelas.

Harwicz nos lleva hasta lo perturbador y «la puta realidad» mediante la limitación del foco narrativo, mientras que el intento, más abarcador y generalista, de Agustín Fernández Mallo en 'El libro de todos los amores' (Seix Barral) me ha dejado bastante frío. No se le pueden negar la imaginación, el ingenio y la agudeza paradójica o perpleja, hasta configurar, como de costumbre, una propuesta arriesgada y resultona, en extremo original, pero estos valores, por sí mismos, no son válidos si no alcanzan algún sentido, que no veo por ningún sitio. No me convence, desde el condimento científico habitual trufado de extrañeza, la acumulación de digresiones, más bien divagaciones, cogidas por los pelos que establecen una peculiar taxonomía amorosa. Ni este exhaustivo inventario ni los diálogos de una pareja adánica, ocurrentes, casi de besugos, que va alternando al tresbolillo, encajan a mi juicio, o lo hacen de manera muy forzada, en el cuerpo central del argumento, deficiente desde el punto de vista narrativo, que se centra en una matrimonio uruguayo acantonado en Venecia tras el misterioso Gran Apagón que ha desertizado, en los estertores de nuestra civilización, hasta la ciudad turística por excelencia.

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Entre tanto acercamiento teórico a la naturaleza de lo amoroso, los hay sugerentes, como, por caso, los que parten de dos versos del poeta exiliado iraní Mohsen Emadi, de una sentencia de Juan Eduardo Cirlot o de la partida que ganó Judit Polgar a Garri Kasparov, pero la presunta novela no creo que lo sea en absoluto y no es que me considere un defensor a ultranza de poética clásica, decimonónica, pues considero que hay hitos admirables, que no se pueden soslayar, de expansión de lo novelístico hacia el ensayo o la poesía, por citar alguno Musil, Bernhard, Handke o Magris, sino que Fernández Mallo, capitán de la Generación Nocilla, se atora al colocarnos como en un batiburrillo su vastísima erudición, a granel, por acopio, sin desbastar, haciendo a mi escaso entender una demostración gratuita que no profundiza en los abismos insondables del amor.

Un personaje de Baxter atestigua que «cuando estás enamorado no hace falta que hagas nada de nada. Estás y punto. Puedes quedarte así callado sin más. No hace falta que te muevas ni un milímetro». Acaso al tiempo, enamorado lector, se me ocurre ahora que puedas aprovechar para disfrutar con los tres libros relativos al amor que acabamos de comentar.

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