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Primera toma. La escena es en blanco y negro, una cama, un beso. Germán Areta, bigote y laconismo, suspira: «Me gusta tu casa (...) porque tiene muchos libros, y los libros abrigan». Escribo de memoria esta escena memorable de la última entrega de 'El Crack cero' ... de Garci, pero hay más frases de Alcántara en la película. En concreto esta máxima sobre la calidad aislante de los libros se la prestó Dámaso Alonso, aunque quién sabe hasta qué punto Garci homenajea a Alcántara en el guión.
Segunda toma. Habitación del Palace en el otoño de 1975, Franco muriéndose y en esto que Areta prepara dos Dry-Martinis, uno para su pareja. Envueltos en albornoz, achispados por el amor, Areta insiste en que la mejor definición de ese cóctel fue la que hizo «Manuel Alcántara, el poeta, que dijo que este cóctel es como un cuchillo disuelto».
La cosa es que en este especial de Manolo yo voy a hablar de Manolo conversador que se me fue en Semana Santa y con una conversación pendiente: el Manolo que regó de sentencias suyas el común del idioma. Porque en Alcántara la palabra hablada fue otra veta más del hombre total. Decía Paco Umbral que Manolo Alcántara cada día se parecía más a su bigote; y yo sé que el poeta Manolo se parecía cada vez más al Manolo conversador.
Manuel Alcántara hizo de la sobremesa un arte. Manolo tenía su tertulia, que fue itinerante como el pueblo hebreo, y que empezaría en los veladores del Café Varela y que acabaría en los restaurantes de Málaga, donde quien esto escribe lo vió por última vez.
Manolo fue un hombre pegado a una tertulia que se iba adhiriendo a él, de forma natural, sin ninguna petulancia del orador al que aclaman los tendidos mínimos de una mesa de amigos. Quizá por esa necesidad del Hombre de que le hablen. Pero vayamos por partes en esta disección del Manolo hablado.
A Manuel Alcántara se le veía ya por los 60 en los cafés de Madrid. Su bigote y su cabeza de patricio romano eran un 'must' de aquel rosario de tertulias que poblaban la capital: como estaba prohibido hablar de casi todo, se hablaba sobre la nada (sic), y la nada era el boxeo, Garcilaso, los versos lanzados a medianoche y los consejos para empezar un amor.
Por la verita de la conversación de Alcántara pasaron Penagos, su tocayo Manolo el Pollero, pero también César González-Ruano, que vio a su alumno dilecto al que le contó toda una teoría de enfermedades, las más graves a cuenta de la falta de sueño. También fue Alcántara el centro de las cenas en Casa Manolo, en Princesa, por donde entre el gran Vadillo y él comentaban el último combate del Price, sin que el acontecer cotidiano lo distrajera de lo trascendente.
La cultura de Alcántara no era pedante, sino machadiana, feliz. Por eso quienes lo conocimos recordamos una faceta suya, la de gran conversador, que ha quedado oculta por otras facetas suyas de escritor total. Manolo escribía columnas habladas donde, a tenor del telediario, salía un verso de Quevedo que siempre venía a cuento. Manolo, con su Dry-Martini en ristre, tenía en sus últimos años una voz campanuda que desmentía su cuerpo menguado. Manolo citaba a comer a las dos, y llegaba antes, sacaba su pitillera, fumaba y hablaba de que el fumar y el beber son el «único privilegio que me dejan estos dioses volubles». Hablar, desde entonces, era un lujo cultural para los neutrales.
Manolo había perdido a su Paula, y su viudez quedaba asordinada por la conversación. Como «los libros abrigan», sus autores le iban acompañando a Manolo cuando nos contaba algo de Shakespeare a razón del 'brexit'. Más de una vez comentaba que, si él tuviera que definirse, se definiría como «conversador». Como un conversador en la mesa y en los periódicos que es, frente a la jauría de Internet, donde verdaderamente se da el diálogo.
Manolo sabía que a la conversación había que ir con la prevención de un «corruptor de mayores», y que lo principal es el humor, que es «algo que exige distancia y piedad».
En un libro de conversaciones delicioso con Peñalva quedan fijadas a posteridad todas esas joyas, todos esos apotegmas de Alcántara que cambiaron de siglo y aún están lozanos en el habla del columnismo, que es el hablar del papel. No por la oralidad, el Alcántara orador pierde profundidad.
El arriba firmante ha visto cómo entre el aperitivo y los postres Manuel Porras Alcántara hablaba de Dios y del Hombre, de los héroes caídos y de ese sano estoicismo con el que mi Manolo rebasó los 90. Preparando este artículo he vuelto a escuchar la voz de Manolo, en el teléfono o a la orilla de un almuerzo soleado.
Veo/escucho ahora mismo como agarra su copa, cómo fuma, cómo discretamente va al baño y vuelve. Cómo pone el audífono a una conversación acelerada en la que para y templa: frente a la fugacidad del tiempo acuña que «no hay placer inútil ni nocivo; nos dan un cuerpo para que lo desgastemos, para que acabemos con él sacándole el mayor rendimiento posible».
La lucidez hablada de Alcántara fue un privilegio al que ya sólo volveremos en lo escrito. Su voz se ha perdido y se nos murió toda una época. Fue de los últimos en hacer un arte de la conversación y supo, como se dice en la última de Garci, «que la gloria era salir en los crucigramas» y que le dieran un beso con lector en la sobremesa. Y con bombones...
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