Fermín Herrero
Valladolid
Viernes, 2 de octubre 2020, 13:28
Para sorpresa y estupor de sus colegas académicos, que juzgaban la huida una insensatez, un buen día el prometedor profesor Wendell Berry se escabulló para siempre de New York para volver como hijo pródigo a sus raíces, a un brazo de la meseta central de ... Kentucky, The Bluegrass, cerca de Port Royal, en la falda de una colina, «al abrigo de la ladera que baja desde el pueblo al río», donde compró una granja cercana a aquella en la que se había criado entre plantaciones de tabaco. Allí, a campo abierto, de espaldas al mundo y al progreso, ha vivido más de medio siglo como labriego y escritor a partes iguales, defendiendo las letras y el agro tradicional.
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'El fuego del fin del mundo' (Errata Naturae) reúne una treintena de ensayos, de entre los centenares de su obra, que giran en torno a la tierra natal y a su amor por ella, con una defensa cerrada de la gente de campo y las culturas locales frente a la devastadora agricultura industrial que destruye el suelo y el hábitat, a favor de la paciencia y la lentitud, de la atención, de conformarse con menos y disfrutarlo más. Es una gozada compartir pausadamente sus reflexiones sobre la memoria de sus antepasados campesinos, de lo que ha desaparecido como en el resto del planeta, sobre cómo ha logrado entenderse con la naturaleza, sin imponerse nunca, o con el misterio de la creación, ante el que sólo cabe la humildad. Estamos ante un libro tan rico y sugestivo en cuanto a sus múltiples propuestas, todas muy bien orientadas, que da cosa reducirlo a defensa de la contención y la autolimitación en nuestra sociedad de la abundancia y del despilfarro y denuncia en todos los frentes, si bien sobre todo desde el de la responsabilidad agraria, el absolutismo económico, el determinismo tecnológico y la competitividad ilimitada. Cada ensayo de este literato seguidor de Faulkner, Thoreau o Sarah Orne Jewett, que siempre ha desconfiado de cualquier tipo de movimiento social reivindicativo, es una lección que conviene recordar en estos tiempos tan convulsos.
Forjado en la escuela de escritura de Iowa, Nickolas Butler es un narrador muy solvente, solo hay que ver los autores que disemina por 'Algo en lo que creer', su última novela, tras 'Canciones de amor a quemarropa', con la que nos deslumbró, y la más extensa 'El corazón de los hombres'. La mujer del protagonista está leyendo, sentada en la mesa de la cocina, 'Pioneros' de Willa Cather; al dudoso pastor de una iglesia moderna, no denominacional, según la pareja una auténtica secta de evangelistas fanáticos, que convive con su única hija, adoptada, el matrimonio le regala, se supone que con la finalidad de enderezarlo espiritualmente, 'Gilead' de Marilynne Robinson. Aparte de estas dos novelas tan emotivas como redondas, se cita a Jim Harrison o Gary Snyder.
Butler es un escritor ideal para quienes buscan zambullirse de lleno en novelones a la antigua usanza, de narración lineal, punteada por suaves analepsis. Tiene un manejo admirable del tempo narrativo, así como de los diálogos, a los que dota de una naturalidad pasmosa, como ya demostrara en las dos novelas citadas, como la que nos ocupa editadas por Libros del Asteroide. No menos destacable es el trazado de los personajes. Si en 'Canciones de amor a quemarropa', más coral, era difícil, entre los granjeros, olvidar a Lee, el famoso rockero pueblerino conduciendo por sus fincas paradas un John Deere para oxigenarse, mientras se fuma un porro, o en 'El corazón de los hombres' nos prendábamos de Nelson, el joven corneta del campamento Chippewa de los Boy Scouts, en esta última entrega se alza sobre el resto de los personajes, desde la escena inicial en la que juega al escondite con su nieto en un camposanto, la figura de una pieza de un abuelo manitas y bondadoso, de ascendencia noruega, estoico y jubilado, que ayuda a unos amigos en una pequeña plantación de manzanos donde liga el sentido de la existencia del título, que sólo concibe al aire libre, con los ciclos de la naturaleza y que cuida su matrimonio suministrándole una hermosísima ternura melancólica. Su 'jefe' Otis le dice, y valdría para él: «Nunca he entendido las religiones organizadas. Ser una buena persona. No hacer daño a los demás. No engañar. No ser avaricioso. Con eso me parece suficiente».
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La obra de este novelista va formando con cada entrega una radiografía completa de la América rural, la que llaman profunda, la del Medio Oeste, la que lleva aún una vida medio en contacto con la naturaleza, «cortando troncos o limpiando de piedras los campos» y conserva la mentalidad made in USA: «Si quieres algo bien hecho tienes que hacerlo tú mismo» reflexiona Lyle, el abuelo protagonista. Aquí, el espacio narrativo es Redford, poblachón venido a menos, un tanto en la línea de la cacareada y sobada España vacía, cerca de las Twin Cities divididas por el Mississipi, Saint-Paul y Mineápolis. Si bien aparece también Eau Claire, en el mismo Wisconsin, donde se crió el autor y se localizaban sus anteriores novelas, bueno, la primera al lado, en Little Wing. Se cita, por cierto, como destino de un tren de mercancías y más adelante de una tarde dominical de asueto del matrimonio protagonista, Duluth, en Minnesota, «la vieja ciudad portuaria», lugar en el que al parecer nació mi querido Bob Dylan. Lo anoto, perdón por la licencia, a efectos sentimentales.
Bonaerense criado en Estocolmo y residente en New York, Hernán Díaz nos ofrece un artefacto narrativo harto curioso en su primera novela, 'A lo lejos', escrita en inglés y finalista del Pulitzer. Para su edición en nuestro idioma, como es marca de la casa, primorosa, Impedimenta ha contado con un traductor de lujo, Jon Bilbao, escritor que además comparte con Díaz un estilo brillante y una imaginación portentosa. Lo primero que sorprende en la novela, con trama circular, es el contraste entre el parágrafo de arranque, tres líneas de un lirismo arrebatado, preludio de una escena fantasmal con mineros de la fiebre del oro en una goleta atrapada en el hielo cercano a Alaska y el inicio del primer capítulo, de una narratividad notarial, sobre los orígenes suecos de Håkan, el inolvidable protagonista y su accidentada emigración a América. Esta capacidad de aunar acción trepidante y remanso poético es aplicable al resto de la novela.
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En realidad es la historia de una obsesión, la de Håkan, alias 'El Halcón', por encontrar a su hermano, perdido durante su viaje al Nuevo Continente, al que supone en New York. Todo el argumento gira en torno a este personaje, gigantesco como un titán e inocente como un buen salvaje, desorientado, errante, extranjero absoluto; a su periplo lejos de los hombres, en medio de una soledad espantosa sólo compensada esporádicamente por la compañía de guías, a cual más extraño; a su vida salvaje siempre al raso, a campo abierto, por el interminable desierto, las infinitas praderas y brezales con manadas de búfalos («la hierba, el horizonte»), las planicies cegadoras de los lagos salados, las llanuras ilimitadas del Medio Oeste aún vírgenes o los intrincados cañones.
Por la violencia espectral de alguna escena, como aquella en la que unos predicadores forajidos atacan un convoy de colonos y el aplanamiento ante una naturaleza silenciosa e indómita se ha arrimado Díaz a Cormac McCarthy; a mí su desoladora travesía, de pesadilla, alucinante y alucinada, delirante, por una tierra inhóspita, abrasadora, que sentimos como si palpitase, y su fijación exclusiva en «la empresa de mantenerse con vida» como sea, comiendo grillos, bebiéndose la sangre de los gallos de la pradera aporreados, viviendo en una madriguera, me han traído a la memoria, en otro orden de cosas, la exitosa 'Intemperie' de Jesús Carrasco.
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Uno de los clásicos en la puesta al día, tras la revolución industrial, del tópico literario de «menosprecio de corte y alabanza de aldea», que ha practicado Berry, es el eminente escritor decimonónico portugués José Maria Eça de Queirós. En concreto actualiza el motivo con su habitual maestría, en 'La ciudad y las sierras', su novela póstuma y, a juicio de Alfonso Reyes, cumbre, editada ahora, junto a 'Civilización', el cuento que le sirvió de base y espoleta, a modo de epílogo, por Acantilado, en cuyo catálogo figuran, con éste, una decena de títulos novelísticos y de crónicas, el primero su narración inicial, tal vez la más conocida: 'El misterio de la carretera de Sintra'.
A sus veintitrés añitos, el protagonista, Jacinto, urbanita irredento, entusiasmado con inventos como el teléfono o el fonógrafo, vive en un palacete de los Campos Elíseos, como un señor terrateniente lejos de sus propiedades, hasta que un buen día, hastiado y agobiado del confort parisino y su esplín, de las sucesivas modas intelectuales como el renanismo, nietzscheanismo, tolstoísmo, emersonismo, ibseísmo o ruskinismo, de los adelantos ya entonces tiránicos, de los compromisos sociales y de los insensatos refinamientos de la civilización, decide viajar con un amigo también portugués del Barrio Latino, el narrador, hasta las tierra de sus antepasados, entre las dos Beiras. Jacinto, que al principio opina que «el intelecto se esteriliza en los campos y sólo queda la bestialidad» y al decir de su amigo «al cabo de una semana campestre, de todo su ser, tan noblemente constituido, sólo quedaba un estómago y un falo», termina asfixiado por la prisa, el estruendo y el egoísmo propio de las ciudades, le horrorizan las multitudes y le aflige el 'tedium vitae', así que huyendo del bullicio y la deshumanización marcha a airearse a sus propiedades lusas, donde gracias a la contemplación y después a la acción encuentra la paz y el sosiego de su ser, como si hubiese retoñado, se convierte en bienhechor y dejo para el lector averiguar si asienta cabeza y se establece.
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Da gusto cómo escribe Eça de Queirós, volver a paladear el sabor de su prosa. Como la de algunos de los grandes de nuestro realismo, con los que cabe equipararlo, simplifica el estilo, sin abandonar nunca la precisión y el detallismo, hasta hacerlo transparente, conservando íntegramente las honduras del argumento. Diríase que releer un clásico –aún conservo la edición de Bruguera, Libro Amigo, en traducción nada menos que de Eduardo Marquina–, pongamos que cada cuatro libros contemporáneos, es una dieta equilibrada para que los lectores voraces no acabemos devorados por lo actual.
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