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Ilustración de Ramón de Capmany en el libro 'Poemas' (1950).
El ahogado (en Barcelona) más hermoso del mundo

El ahogado (en Barcelona) más hermoso del mundo

Jorge Folch demuestra un ímpetu que, de haber llegado a materializarse, lo habría situado en el centro de la Escuela de Barcelona del medio siglo

Eduardo Moga

Valladolid

Jueves, 16 de enero 2020, 20:35

La especie de los poetas que han muerto jóvenes –una raza singular de bartlebys: los que han dejado de escribir no por voluntad propia, sino por defunción súbita– constituye un capítulo particular, y bastante nutrido, de la historia de la literatura. En España tenemos unos ... cuantos: Félix Francisco Casanova, aquel adolescente canario –tenía 19 años– que murió en una bañera, tras escribir 'Yo hubiera o hubiese amado'; anuel Antonio, el formidable poeta gallego, marinero y tuberculoso, fallecido con 29; Miguel Hernández, otro tuberculoso, dejado morir en las cárceles franquistas a los 31; Pedro Casariego Córdoba, suicidado a los 37; y dos que dijeron adiós a los 38: Carmen Jodra y Federico García Lorca, este también por cortesía de Franco. De otro, catalán, encontré hace poco, en una librería de viejo, un ejemplar de su poesía completa, publicada póstumamente. El libro tiene el lacónico título de 'Poemas' y data de 1950; lo publicó el padre del autor, un rico industrial, para honrar la memoria de su hijo. El poeta era Jorge Folch. Murió, con 21 años, por hidrocución, que es lo mismo que electrocución, pero en el agua; es decir, murió ahogado. Y fue una muerte estúpida, si es que hay alguna que no lo sea. Al joven Folch, interesado por la alquimia y las ciencias ocultas, le fascinaba el mundo subterráneo y solía chapuzarse en una cisterna con sifón que había en su casa, desde la que nadaba hasta un pozo cercano, en el que salía a respirar. Pero aquella mañana del 28 de marzo de 1948 lo abandonaron las fuerzas o le dio un pasmo, porque no llegó al pozo y se quedó para siempre en el subsuelo amado (aunque La Vanguardia del día 30 informaba, en la sección de «Muertos por asfixia», de que Folch se había ahogado «mientras se bañaba en el estanque del merendero sito en la calle de Panamá». La tragedia resultaba así más presentable, como un accidente en un lugar de recreo, mientras se tomaba un chocolate con churros, en vez de algo achacable a la insensatez de su protagonista).

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