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Como exergo del primer libro de Roy Scranton, 'Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno' (Errata Naturae) figura una cita de la insuperable 'Etica' del pulidor de lentes y pensamientos Baruch Spinoza: «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, ... y su sabiduría es una meditación no de la muerte, sino de la vida», principio al que deberíamos atenernos por encima de cualquier otra consideración.
Scranton comienza su ensayo en 2003, desde el «mundo averiado» de la guerra de Irak en la que entonces participaba como soldado raso del ejército estadounidense, bajo la táctica de «conmoción y pavor», cuya mera denominación es elocuente de la atmósfera imperante. Dos años y medio después, al poco de retornar al hogar, le toca patrullar New Orleans tras la devastación del huracán Katrina, experiencia de la que parte su convicción apocalíptica de que, de seguir así, el cambio climático provocará la extinción del hombre y acabará con la vida en nuestro planeta, o al menos, en el mejor de los casos, de aplicar algún paliativo, dejará «un mundo irreconocible, distinto por completo al que hemos habitado en los últimos doscientos mil años». Pero incluso esto último parece difícil toda vez que «la descarbonización a escala mundial es, en la práctica, irreconciliable con el capitalismo global». Pronostica que el calentamiento planetario va a ser catastrófico. «Nos vamos a la mierda», concluye taxativamente, a la vista de los numerosos y contrastados informes de especialistas en la materia.
A este funesto estado de cosas lo llamaron el biólogo Eugene F. Stoermer y el Nobel de química Paul Crutzen, a principios de siglo, Antropoceno, «un nuevo período de la historia de la Tierra, caracterizado por la aparición de la especie humana como fuerza geológica», y el soldado Scranton, con mucha agudeza, lo relaciona con unos versos del visionario William Blake. De tal forma que insta a buscar con urgencia «una nueva forma de concebir nuestra existencia colectiva», diametralmente opuesta al «capitalismo del carbono» –«un sistema zombi, voraz pero estéril»–, para la que reclama «un nuevo humanismo» en el marco de «una vida con sentido». En su empeño de descifrar el tiempo que vivimos, a fin de que la humanidad se adapte a lo que se nos ha venido encima, parte del «filosofar es aprender a morir» de Montaigne, con origen en Cicerón, «pues ése es precisamente el problema del Antropoceno», no ya solo en lo individual, sino en lo que concierne a la civilización, y por el camino lo mismo echa mano del controvertido filósofo alemán Peter Sloterdijk que de una letrilla inglesa medieval, anónima; de un código samurái dieciochesco que de un escrito sobre 'La Ilíada' de Simone Weil; de unos versos de William Wordsworth, Inger Christensen o Marianne Moore que de la epopeya fundacional de Gilgamesh; de Heráclito o Esquilo que del 'Bhagavad-gitā', para cuajar una exposición clara y sugerente, muy bien documentada.
En su apuesta por un nuevo humanismo Scranton recomienda «ejercitarnos en la interrupción de cadenas semánticas estresantes de excitación social. ¿Cómo? Mediante el pensamiento crítico, la contemplación, el debate filosófico y el planteamiento de preguntas impertinentes» y receta para el individuo de este planeta enfermo, grave, «la lentitud, la atención al detalle, el rigor argumentativo, la lectura atenta y la reflexión meditativa», justo lo que ejercita, con un rigor estilístico magistral, el narrador J. Á. González Sainz en 'La vida pequeña', primera parte de una trilogía en marcha titulada 'El arte de la fuga', una serie de consideraciones, mediante una especie de microensayos, sobre sí mismo, lo que le rodea y la sociedad en general, actualizada al «cataclismo» de la pandemia, en ningún caso expresión narcisista de pensamientos o sentimientos con la profundidad de un charco, como ahora se acostumbra desde la autoficción y no digamos desde las naderías de los escritos digitales o de cualquier 'doxa' en boga.
En 'La vida pequeña', como en los grandes, pongamos Rafael Sánchez Ferlosio, diríase que la escritura, a cargo de quien el autor llama «el atento, el aproximado», no solo se acompasa a la perfección, con pie y respiración hipotácticos, al pensamiento, sino que lo va gestando, ronchando, rumiando, en un portentoso ejercicio continuo de calibración, ajuste, ponderación, matiz, variación… Frente al 'Zeitgeist' dominante, «el colosal griterío nihilista» y «la insolencia de la barbarie», sus meditaciones levantan «un dique de contención», en busca siempre de «un silencio más silencioso y espacioso», se afanan en «la tarea de reconstrucción del mundo» y para ello, desde «una experiencia lenta de las cosas», para huir al tiempo de la estupidez y de la maldad, reivindican la inocencia y sencillez de la naturaleza, el asombro, la templanza, la gratitud o el deber de alegría que preconizara Kafka y que aventase por aquí Claudio Rodríguez, con el fin de «rehacer la vida».
Con algo de lo intempestivo del Rousseau de las 'Ensoñaciones de un paseante solitario', sin su neura paranoide, y mucho del intento fuera de taxonomía de Montaigne, con Antonio Machado, Hamsun, Camus, Séneca, Bonhoeffer, Musil, Faulkner, Simone Weil y sobre todo el Handke de los apuntes en marcha, de fondo de resonancia, el nuevo, certero libro de González Sainz escapa a cualquier intento de adscripción genérica, posiblemente porque reúna, extractadas, las cualidades de las diversas manifestaciones de la palabra. Como la mejor filosofía, nos impele a preguntarnos por el ser y por nosotros; como la mejor poesía, de cuyo sentido participa, por lo que no es de extrañar que el autor se apoye en Hölderlin, Rilke o C. Rodríguez, nos acompaña y consuela; como la mejor narrativa, desvela mediante escenas reveladoras la deriva del mundo; como la mejor literatura, en definitiva, nombra aquello que intuíamos y no somos capaces de expresar, para así salvarnos momentáneamente del empobrecedor signo de los tiempos, de la desbordante información superflua y de la prisa irreflexiva.
«El deseo de escapar», «la llamada del bosque» que sintió Thoreau y González Sainz indaga y desmenuza en unas páginas memorables, acucia a la protagonista de 'La poda' (Impedimenta), opera prima muy bien concebida y ensamblada, de Laura Beatty, especialista en griego antiguo por Oxford, narradora veterana aunque se prodigue poco, sin atender los cantos de sirena del comercio librero, como González Sainz. Sin duda ésta es una de las salidas radicales al estado de cosas, ya la había ensayado, y comentamos aquí, el noruego Erlend Loe en su tremenda, desasosegante novela 'Doppler' (Nórdica). También el ensayista mexicano Jordi Soler en su reciente 'La orilla celeste del agua' (Siruela) propone emboscarse, irse al bosque como hacían los caballeros medievales, para reflexionar.
La novela de Beatty se inicia con una especie de travelling que parte, mientras amanece, del espacio tutelar del relato, personificado, al pie de una colina: un bosque convertido en parque natural, aún un tanto asilvestrado, en las inmediaciones de un pueblo, junto a una urbanización; para mostrarnos a seguido a unos mozuelos golfillos pelando la pava y a una, en apariencia, indigente, del género transeúnte, «en su propio limbo oscuro», arrastrando seis bolsas donde lleva, según ella, «los pecados del mundo». A los quince, problemáticos, años decidió dejar su hogar, adentrarse para siempre en la maleza, decidida a no volver.
Luego, en un 'flashback' continuado, el narrador regresa a su infancia. Era una niña rara en una familia disfuncional, que apenas hablaba aunque le gustaban las palabras. Hasta que, debido a su alergia social y con el trabajo en un matadero como único horizonte, decide internarse en el bosque y asalvajarse. Allí, como un árbol más, se contagia de su espíritu, encuentra una conexión animal con la naturaleza, personificada en un ejercicio de igualación prosopopéyica, que bulle, con sensaciones que parecen puramente psicodélicas, de ácido lisérgico. Claro que, como en 'La metamorfosis' de Kafka, lo difícil tras su sorprendente decisión es mantener la tensión narrativa y la verosimilitud y Beatty, con mucho oficio, mediante magníficas descripciones animistas, trufadas de lirismo, de lo natural a través de las estaciones, y la introducción pautada de personajes dispares como un recogebasura ecológico, varios forajidos sociales que controlan un vertedero, un guardabosques inquietante o un pandillero desnortado que se le arrima, lo consigue con creces.
Con un ruido de motosierras de fondo, el lector se pregunta si la dejarán aislarse en paz, en qué quedará su apuesta radical por el apartamiento, mientras «nuestra dama de la basura» sobrevive, en competencia con un zorro, con lo que pilla: setas, bayas, erizos, conejos, faisanes, raíces incluso, lombrices secas, «rapiñando hambrienta, siempre hambrienta»; si sobrevivirá al Antropoceno con su fardo de heno a la espalda, como cuando el hombre no devastaba por completo la naturaleza y sus recursos, o la obligarán a sucumbir e integrarse, como a todos.
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