Los misterios de la sandía
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Tuvo mil nombres y distintos usos culinarios, pero se convirtió en un icono estival gracias a su alto contenido en aguaAna Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 18 de agosto 2023, 00:01
Bienaventurados aquellos que este verano estén comiendo sandía! Sin duda son afortunados, ya que su disfrute habitual delata necesariamente una de estas dos circunstancias: o la han cosechado de un huerto propio –con las alegrías que eso proporciona– o tienen el bolsillo saneado, capaz de ... resistir los altos precios que ha alcanzado esta fruta durante los últimos meses.
La sandía, que siempre fue un alimento rústico y popular, corre el riesgo de convertirse en un artículo de lujo, inaccesible para ese común de los mortales que antes la desayunaba, comía y cenaba a la fresca o bajo el parral. Difícilmente se puede mantener ese ritmo sandiero teniendo en cuenta que por una pieza hermosota (capaz de rondar y superar los seis kilos) se piden ahora de 10 euros para arriba.
Lejos quedan los tiempos en que la sandía fue elemento fundamental de la dieta veraniega, especialmente en las regiones españolas más calurosas. «¿Con qué habríamos de mitigar nuestra sed los hijos de Levante si no dispusiésemos a tutiplén de sandías y melones?», dijo en 1894 el escritor alicantino Ginés Alberola. En un artículo publicado en El Diario de Murcia defendió la vital importancia que estas dos cucurbitáceas tenían para quienes vivían en tierras áridas o con difícil acceso al agua potable: melones y sandías nutrían a la vez que refrescaban y eran capaces de satisfacer casi por entero la ingesta diaria de líquidos.
«Bien supo Dios lo que se hacía cuando al distribuir los vegetales sobre la tierra puso en las regiones calurosas y secas estos individuos de la tribu de los cohombros [...] Para nosotros que, casi puede decirse, nos hemos destetado con sandías y melones, no existe en el mundo postre fresco más exquisito».
La sandía era placer y necesidad, alimento y medicina. Aunque la teoría hipocrática de los humores desaconsejara su ingesta por ser una fruta fría y húmeda, los médicos musulmanes sí hicieron buen uso de ella: Averroes recetaba agua de sandía para las calenturas y Avicena alabó su capacidad para mover la orina o mitigar las inflamaciones del hígado.
Fueron los árabes quienes promovieron el cultivo de la sandía en la península ibérica y también quienes nos legaron su nombre, 'sandiyya', derivado de 'batiha sindiyyah' (badea o melón del país de Sind, región de Pakistán de donde creían que procedía).
El doctor sevillano Andrés de Valdivia recopiló parte de esos saberes islámicos en su 'Tractado en el qual se explica la essencia y naturaleza de la enfermedad que a andado en Sevilla' (1601), dedicado a las causas y posibles curas de la peste que asoló aquella ciudad en 1599. Valdivia calificó la sandía de saludable y purificante, pero además nos dio una pista fundamental sobre uno de sus grandes misterios: «Tiene la sandía diferentes nombres aun en España».
En algunas zonas se llamaba sandía, en otras badea, en algunas angurria, balancia, pepón, albudeca o melón de agua. Esos son algunos de los nombres que la 'Citrullus lanatus' aún recibía en el siglo XVIII, pero hubo muchísimos más como azendia, acendría, cendía, sindria, patilla, albateca, meló de moro, meló d'Alger o melón rojo.
Lo que probablemente más les va a llamar a ustedes la atención es que hasta finales del XIX muchos españoles decían y escribían 'zandía' con z, incluso personas tan educadas como Diego Navarro Soler, quien en 'Cultivo perfeccionado de las hortalizas' (1880) se explayó largo y tendido sobre las distintas variedades de 'zandía' que se criaban en España. Las más famosas eran las de Soto de Roma y Motril, en Granada, y las de Adra (Almería), aunque se tenían por excelentes las malagueñas de Vélez-Málaga, las segovianas de Garcillán, las onubenses de La Redondela, las sevillanas de Utrera o las pacenses crecidas en Don Benito.
Los nombres de la sandía eran distintos, pero también su aspecto era diferente al que luce ahora. Para empezar no existían aún las sandías sin pepitas y su carne era de un color más apagado. Además de una corteza visiblemente más gruesa, los frutos podían tener la pulpa encarnada, blanca o amarilla, tal y como siguen siendo hoy en día las sandías de la comarca salmantina de Campo de Argañán.
Con sus pepitas se elaboraba horchata, con su jugo se hacían sorbetes, arropes y aguas compuestas y la carne se confitaba para guardarla en conserva, aunque su uso más habitual era consumirla en fresco. La sandías se vendían enteras, por mitades o en formato ración tanto en los mercados como en puestos ambulantes, y en el siglo XIX se hizo célebre un pregón que anunciaba sus tres mayores virtudes: ¡A cuarto la raja! ¡Por un cuarto la raja se come, se bebe y se lava la cara!
A esas alturas la pequeña y amarga sandía silvestre, que comenzó a cultivarse en África hace unos 5000 años debido a su alto contenido en agua, ya había adquirido –gracias a la selección artificial– el dulzor y el tamaño que actualmente la caracterizan. Crucemos los dedos por que su encarecimiento sea pasajero y no desaparezcan de las noches de verano ni de las tertulias a la fresca, ésas que tan bien describió Vicente Blasco Ibáñez en 'Cuentos Valencianos' (1896). «Despedazábanse en los corros enormes sandías; hundíanse las bocas en tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el rojo zumo [...] y al fin la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce beatitud».
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