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Detalle de 'Bodegón con jamón, huevos y recipientes', de Luis Egidio Meléndez (s. XVIII). R. C.

Una historia de prejuicios culinarios

Gastrohistorias ·

En España se prefirieron huevos blancos o morenos dependiendo de cómo fueran los de la gallina autóctona de la zona

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 19 de julio 2024, 00:30

Hace unos 250 años Luis Egidio Meléndez pintó la promesa de unos huevos fritos con jamón. Le faltaron las patatas, que por entonces aún no se habían popularizado del todo en España, pero no el impepinable par de huevos de gallina que durante siglos han ... salvado tantas cenas. Eran de color albo, níveo, cano, lechoso o albugíneo: blancos blanquísimos, como habían sido de toda la vida de Dios los huevos normativos de gallina reglamentaria en gran parte de España.

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Hace dos semanas les di aquí alguna pista acerca de por qué los huevos que se venden ahora son casi obligatoriamente morenos, mientras que hasta hace no tanto fueron abrumadoramente de color blanco. Resumidamente, por prejuicios y memeces, ya que la coloración de la cáscara depende únicamente de la raza de gallina que la pone y no significa que el contenido del huevo sea mejor ni peor ni nada parecido.

Nuestra actual preferencia ni siquiera está basada en alguna desnortada teoría que predicara el mayor valor nutritivo de los huevos morenos (como habitualmente se asume), puesto que no he encontrado ningún texto en la hemeroteca española que se dedicara a defender a unos por encima de otros. Ninguno es literalmente cero: la única referencia de los años 60 que me he topado, justo de cuando se produjo el cambio en la parcialidad huevera nacional, hace precisamente hincapié en lo peregrino que resultaba preferir unos sobre otros.

El 15 de agosto de 1961, un pequeño breve de El Correo Gallego decía que «los criadores de gallinas están tratando de obtener mediante cruces aves que pongan huevos morenos. A las amas de casas les ha entrado el afán por los huevos de este color y desprecian los de cáscara blanca. ¿Por qué? Se necesitaría un psiquiatra para explicarlo». Aquí el redactor del periódico santiagués hizo gala de un total y muy urbanita desconocimiento del mundo rural en general y del avícola en particular: las gallinas capaces de poner huevos morenos no sólo existían, sino que así eran las autóctonas de Galicia.

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La gallina piñeira los da de color crema, mientras que la de Mos los pone de tono tostado. Los huevos que tildamos de morenos pertenecen a una tonalidad de espectro amplísimo que se define simplemente por lo que no es (blanca), y que abarca desde el color chocolate de los huevos de las gallinas Morans hasta el rosado de los de la raza Prat, pasando por el rubio, el cremoso, el pardo, el colorado y mil matices más.

Producción inestable

Les decía en el capítulo anterior que durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX la producción huevera española fue inestable e incapaz de atender a la demanda nacional. Las razas autóctonas solían ser de doble propósito —criadas para producir tanto huevos como carne— y no entraban en la categoría de las «grandes ponedoras», razas más modernas como las famosas Lohman o Leghorn y seleccionadas mediante cruces para conseguir aves capaces de poner 300 o más huevos al año. Las gallinas tradicionales eran menos ambiciosas y además seguían su ciclo natural de puesta, dando muchos más huevos en primavera que durante el resto del año. Había así épocas de abundancia y otras de escasez hueveril que se intentaban solucionar importando huevos del extranjero o transportándolos desde las regiones productoras hasta las grandes urbes.

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Las malas condiciones de transporte o almacenamiento más el tiempo transcurrido desde la puesta provocaban que esos huevos 'viajeros' llegaran a su destino en condiciones poco menos que sospechosas, razón por la que eran más baratos. Por ejemplo en Madrid, donde los huevos de proximidad eran de gallina castellana y color blanco, se asoció injustamente una peor calidad del producto con el tono moreno que lucían los huevos traídos de Galicia.

De ahí que en 1873 podamos encontrar en la prensa madrileña anuncios de hueverías que echaban pestes de los huevos galaicos o de vender «huevos verdaderos castellanos, no gallegos». Treinta años después en los mercados de Madrid todavía se pagaba mucho menos por el moreno huevo gallego que por el castellano blanco, de modo que los prejuicios de color fueron afianzándose.

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En otros lugares de España pasaba al contrario. En 1962 el doctor Octavio Aparicio, gran divulgador sobre salud y nutrición, escribió un artículo sobre las bondades del huevo e hizo referencia a lo aleatoria y acientífica que era la preferencia por uno u otro color de cáscara. Según él tales predilecciones se basaban «en un criterio regional, fundamentado en las costumbres de cada pueblo. En España en algunas regiones prefieren los huevos blancos. En otras, principalmente en el Norte, gusta más el huevo rubio procedente de gallinas, rubias también, mixtas de puesta y carne».

Efectivamente, en la cornisa cantábrica abundan las razas autóctonas de fruto moreno como las gallegas antes citadas, la pita pinta asturiana o la 'euskal oiloa' del País Vasco. En sus predios triunfaban los huevos oscuros, mientras que los blancos eran mirados con suspicacia. Las gallinas híbridas megaponedoras y la avicultura intensiva acabaron poco después con todos esos escrúpulos y nos uniformaron a todos con la misma camiseta amarronada: desde 1984 llevamos la de una gallina alemana llamada Lohmann

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