Aloja, alojeros y corrales de comedias
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El consumo de este refresco estuvo tan asociado al teatro que acabó dando nombre al lugar desde el que las autoridades veían la funciónGASTROHISTORIAS ·
El consumo de este refresco estuvo tan asociado al teatro que acabó dando nombre al lugar desde el que las autoridades veían la funciónAna Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 14 de julio 2023, 01:03
A Lope de Vega no le gustaba mucho la aloja. Por boca de uno de sus personajes la describió en la comedia 'Enmendar un daño a otro' diciendo que era «un mixto que se hace de miel, canela y especies, poco menos que jarabe». Por ... si hubiera sido poco aludir a su capacidad de empalague, el Fénix de los Ingenios incluyó en el mismo parlamento una pulla que no deja dudas acerca de su opinión sobre dicha bebida: «Sin que sea jamás vino, soy muchas veces vinagre». Para gustos, colores, pero sin duda es llamativo que el dramaturgo más importante y prolífico del Siglo de Oro echara pestes de un refresco tan popular en aquel tiempo, un brebaje que no solo encantaba a sus lectores o al público que asistía a las representaciones de sus obras sino que también ayudó al sostenimiento de los corrales de comedias.
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En 1565 el rey Felipe II autorizó la apertura en Madrid de los primeros corrales o teatros permanentes bajo una singular fórmula, la de su explotación por parte de cofradías religiosas para financiar hospitales y otras obras benéficas. Así nacieron el célebre corral de la Pacheca (1568), el del Príncipe (1583) y el de la Cruz (1584), todos ellos gestionados por la madrileña Cofradía de la Pasión, que además de con las entradas ganaba dinero gracias a contratos con compañías teatrales y al alquiler de ciertos servicios como el de la venta de bebidas y comestibles.
Del mismo modo que en los cines de hoy se ofrecen palomitas, refrescos y chucherías, los corrales de comedias tuvieron también un pequeño rincón dedicado a saciar el hambre y la sed del público asistente. En él se vendían desde avellanas, nueces, castañas y piñones mondados hasta dátiles, naranjas, turrón y por supuesto líquidos que refrescaran el gaznate. Ahí entraba en escena la aloja, preparada con agua, miel y especias y fermentada durante varios días en algún oscuro sótano de la ciudad antes de ser enfriada con nieve y servida a los espectadores de las comedias.
Se expendía en dos aposentos al fondo del corral, justo debajo de la cazuela o gallinero y situado el uno a la derecha y el otro a la izquierda, para así satisfacer mejor la demanda cuando el teatro se ponía de bote en bote. Tan imprescindibles fueron los mostradores de aloja que se acabó llamando alojero al espacio fijo que ocupaban dentro del corral y a finales del siglo XVIII se eligió ese sitio para que los alcaldes y otras autoridades vieran desde allí la función.
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Es raro que Lope de Vega no valorara la tradición teatral de la aloja, pero más extraño aún es que la despreciara siendo el sustento de gran parte de sus paisanos. Aunque nacido en Madrid, Félix Lope de Vega Carpio (1562-1635) siempre presumió de origen hidalgo y montañés. Sus padres eran del valle de Carriedo, en Cantabria, el mismo lugar del que procedían muchos alojeros repartidos por toda España. Pasiegos y carredanos fueron mayoría en una profesión que a veces se desempeñaba de forma ambulante y temporal, durante los meses de verano, y que en otras ocasiones se llevaba a cabo en un establecimiento permanente, formando parte de un gremio y cumpliendo con las obligaciones.
El gremio de alojeros de Madrid (que nos servirá de ejemplo para otros como los de Valladolid, Segovia o Ávila) se constituyó en el año 1642 y sus ordenanzas se aprobaron en 1687, reformándose luego doce años después. Gracias a esos estatutos de 1699, conservados en el Archivo Histórico Nacional, conocemos el nombre y ubicación de las casi cien alojerías que había entonces en la Villa y Corte -cinco de ellas regentadas por mujeres, viudas de alojeros- y los entresijos del oficio, desde el examen de ingreso en el gremio hasta los ingredientes exactos que debían llevar la aloja y los barquillos que siempre la acompañaban.
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Quien pretendiera trabajar como alojero y tener su propio negocio debía demostrar, primero, haber estado de aprendiz al menos cuatro años con un maestro alojero. Después tenía que pagar una licencia municipal y, finalmente, hacer un examen práctico frente a representantes del gremio que consistía en preparar satisfactoriamente el pie de aloja o base de la bebida según unos estrictos parámetros. Había de tomar «dos azumbres [un azumbre=2,05 litros] de vino blanco, de lo mejor que hubiere, dos azumbres de agua tibia, cuatro libras de miel [libra castellana = 460 gramos], una libra de levadura y todo esto junto se ha de desleír, y estándolo se ha de echar en una olla o tinaja vidriada, y después se han de tomar seis onzas [onza castellana=28 gramos] de canela, una onza de jengibre y otra de clavos de especia, otra de nuez de especia y otra de pimienta longa».
Las especias se molían y se metían dentro de un paño atado en el líquido, revolviendo hasta que hiciera espuma. Luego el recipiente se tapaba y se dejaba así durante doce días en verano y 16 en invierno, añadiendo cada tres días media libra de miel disuelta en medio azumbre de agua. «Para reconocer si el pie de aloja está bueno se ha de meter en la olla donde estuviera una vela encendida, y si con la fortaleza del dicho pie se apagase la luz es señal y prueba que está con la fuerza y vigor que es necesario». Del punto óptimo de la fermentación tenía que dar fe un escribano, para que no hubiera trampas. La aloja siempre fue cosa seria, aunque sirviera para alegrar las comedias.
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