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David felipe arranz
Viernes, 19 de abril 2019, 20:54
No hace mucho tiempo, antes de la estela de trivialización profana del 'smartphone', llegadas estas fechas los programadores incorporaban a la parrilla televisual como cita obligada un cine de metraje de largo aliento que recibía una moderada pero constante respuesta de las audiencias. Como ... si la Semana Santa se acrisolara en lo cinematográfico y los brazos de Hedy Lamarr (Dalila), Anne Baxter (Nefertari) o Rita Hayworth (Salomé) nos abrazaran con permiso del dogma. Las cintas pertenecientes al género histórico –subgénero del péplum y apartado de cine bíblico– se colaban en las conversaciones cotidianas y uno se esperaba encontrarse a Deborah Kerr, Jean Simmons, Charlton Hetson o Stephen Boyd haciendo un Vía Crucis o en mitad del Sermón de las Siete Palabras. Apenas una delgada línea separaba la ficción folletinesca del dramatismo recogido en los libros sagrados gracias a una ventana en la que poder visualizar personajes y otorgar encarnadura a los héroes del papel biblia. La teología se emparentaba con Hollywood porque este 'resolvía' a golpe de fotograma los misterios insondables de la fe.
La Pasión de Cristo, sus derivadas y secuelas han inspirado medio centenar de películas, empezando por la que se considera la primera epopeya de la historia del cine, 'Intolerancia' (1916), de D.W. Griffith, continuando con las dos versiones de 'Ben-Hur' –la celebérrima novela del general Lewis Wallace, realizadas en 1925 y 1959–, y terminando con títulos polémicos como 'La última tentación de Cristo' (1988), provocación de Martin Scorsese, y 'La pasión de Cristo' (2004), de Mel Gibson, ejercicio de martirologio hiperrealista que fue criticado por su crudeza y ensañamiento. Entre medias filmaron pasajes, capítulos y versículos Cecil B. DeMille, Mervyn LeRoy, William Wyler, George Stevens, Pier Paolo Pasolini, Roberto Rossellini o Franco Zefirelli, director de 'Jesús de Nazaret', mastodóntica superproducción coescrita por Anthony Burgess. Muchos han sido los rostros que osaron encarnar al Mesías: recordemos los del trascendental Max von Sydow, el 'fordiano' Jeffrey Hunter y el mefistofélico Willem Dafoe, aunque sin duda fue Robert Powell el que mejor se ajustó a la imagen que circulaba de Cristo en Occidente por aquel entonces. ¿Tuvieron algo que ver los libros de religión y catecismos que reprodujeron la efigie del intérprete inglés, con sus ojazos azules y la mirada visionaria perdida en lontananza? Si cada espectador tenía una idea previa de la apariencia de Jesús de Nazaret, el cinematógrafo era capaz de unificar esas visiones múltiples y poner a todos de acuerdo como si de un milagro se tratase. El cine ofrecía así con su óptica escenográfica la taquillera ventaja de que, a la hora de hablar de Jesucristo, la palabra evangélica casi siempre se ponía al servicio de la trama, los amores, las venganzas, los adulterios, los resucitados, los grandes repartos… Por ejemplo, Cecil B. DeMille, discípulo de la visión de un Jesús combatiente contra los fariseos que tenía Griffith, rodó la segunda gran epopeya del Nuevo Testamento, 'Rey de reyes' (The King of Kings, 1927), y se tomó muy en serio la religiosidad del proyecto: repartió ejemplares de la Biblia a todo el equipo, instaló un gran órgano en el estudio y llegó a contratar a dos sacerdotes como asesores, con los que el cineasta, acostumbrado a transformar el ambiente de la Palestina del siglo I a.C. en un ambiente más kitsch, chocaba con frecuencia. Una vez, en mitad de una discusión sobre la autenticidad de los decorados, DeMille le dijo a uno de ellos que «se fuera al infierno», a lo que el sacerdote le contestó: «No puedo; ya tengo una reserva en otro sitio». El filme fue la película más vista antes de 1975 y DeMille cedió los beneficios a la beneficencia. En la sala de montaje quedó la historia de amor entre María Magdalena y Judas.
El filme de DeMille pesó durante décadas como la losa de un sepulcro en las intenciones de estudios y cineastas. Poco después, el cineasta francés Julien Duvivier hizo lo mismo con 'Golgotha' (1932), centrada en la última semana de vida de Cristo y en su resurrección, y veinte años después John T. Coyle e Irving Pichel dirigieron al alimón la desconocida 'Day of Triumph' (1954), centrada en las revoluciones contra la tiranía romana, revueltas documentadas históricamente, y que aquí capitanea un tal Zadok, al que da vida Lee J. Cobb. También Frank Borzage en la poco conocida 'El gran pescador' (1959) llevó a cabo un original 'spin-off' de San Pedro a partir de la novela de Lloyd C. Douglas, al que da vida Howard Keel, acompañado por el genial Herbert Lom como Herodes Antipas.
Ya en los liberales años sesenta, Nicholas Ray acometió en España la segunda versión de Rey de reyes ('King of kings', 1961) con el patrocinio de ocho millones de dólares de Samuel Bronston, guion de Ray Bradbury tras estudiarse a Flavio Josefo y la voz narradora de Orson Welles. Por su parte, Pasolini en 'El Evangelio según San Mateo' (1964) centró su mirada en los momentos evangélicos más oscuros y dubitativos de Cristo: es decir, se preocupó, lejos de la grandilocuencia retórica, del retrato humano del hijo de Dios, pues era precisamente el hombre el que se había hecho rehén del 'star system' y al cineasta italiano le interesaba un redentor poco agraciado y sin afeitar al que, por cierto, dio vida un joven estudiante español de Económicas, Enrique Irazoqui. Multimillonaria fue, en cambio, la versión de George Stevens en 'La historia más grande jamás contada' (1965), estática en su magnitud, varada en las mesetas de Utah, donde se rodó la película. Basada en una novela de Fulton Oursler, la rigidez y perfección del resultado final y la obsesión por un reparto de superestrellas, que incluía al obligado Heston como Juan el Bautista y un desubicado John Wayne como Longino, lastraron la que hubiese podido ser la mejor aportación de Hollywood al canon bíblico. Después, 'Jesucristo Superstar' (1973), de Norman Jewison, le puso pop, rock y hipismo a la catequesis del cine con un resultado notable gracias, entre otras cosas, a la música operística de Andrew Lloyd Webber y el momento político que refleja el filme, vaqueros, metralletas, tanques en el desierto israelí y reactores Phantom incluidos. Y Martin Scorsese puso la opinión pública de los muy católicos patas arriba con su adaptación de la novela de Nikos Kazantakis, 'La última tentación de Cristo' (1988). No en vano, cuando se publicó la novela hubo disturbios en Grecia, porque en la obra se ofrece la visión alternativa –febril tentación de Satán al crucificado– de un Jesús sobrellevando una vida normal y familiar junto a María Magdalena. Así que Paul Schrader, el guionista, acercó la materia épica a la prosa del barrio con acento neoyorquino.
El 'milagro' del péplum bíblico, pues, está en haber mantenido las esencias testamentarias y neocatecumenales, mezclando y combinando los cuatro Evangelios, cóctel sacrosanto que ha venido ayudando a calar en la realidad bíblica y a desentrañar con lirismo de fotograma la duda del creyente, más próximo a Richard Burton que al teólogo. Qué duda cabe de que el invento de los Lumière ha sido para muchos católicos como el pantocrátor medieval o el arte sacro del Renacimiento y el Barroco lo fueron para el devoto: una 'fiel', imaginada y anhelante representación de lo sagrado capaz de atraer la atención del ateo más recalcitrante. El cine, en definitiva, volvió claro, plástico y conciso el estampido inasible de la fe. Urge, pues, señores, que estas películas funcionales y larguísimas vuelvan a la pantalla con su eternidad imperfecta y temblorosa.
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