Familias felices parecidas entre sí, o familias desdichadas cada una a su manera, como preconizaba Tolstoi al comienzo de 'Ana Karenina'. Familias proyectadas desde el Brasil actual. La que sustenta 'Marte um' logra restaurar en la escena final la armonía del principio. La que puebla ' ... Carvao' es siempre infeliz, y de qué manera.
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La infelicidad, o mejor la pobreza, la rudeza, la suciedad interior y exterior. Esos son los mimbres de los que se sirve Carolina Markowicz para cimentar el universo de su primer largometraje, 'Carvao'. Los sitúa en una casa aislada de un ámbito rural desposeído, violento. Un mundo abigarrado, lleno de despojos, de ronquidos de durmientes sudorosos, de gallinas comiendo mierda, de hornos donde se cuece carbón o se destruyen cadáveres. Su posible realismo se escurre por multitud de grietas que aun así dejan rastros reconocibles e irónicos sobre la educación infantil, las comidas familiares, los trajines domésticos.
En ese círculo de miseria se cuela la huida de un narcotraficante que se esconde en el hueco forzado del abuelo convertido en pasta de carbón. La historia va dejando cabos sueltos, preguntas sin respuesta, pero todo lo sustenta y alienta una original puesta en escena que convierte la casa en un escenario múltiple e inagotable, saturado de colores y objetos, sin descanso para la vista.
'Carvao' presenta una enorme vocación de estilo propio, de creación muy estimable para una debutante en el largo. Un esfuerzo tras el que se adivina la existencia fantasmal de un Brasil paupérrimo. Ese es su fondo crítico y social al que le da una dimensión especial su recubrimiento de fábula, de cuento abstracto que encierra a sus personajes sin escapatoria fácil. Tampoco el espectador lo tiene fácil.
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La infelicidad de 'Marte Um' es mucho más venial. Tan leve que se remedia con cariño y sonrisas. La familia en la que todo sucede va sufriendo quiebras que sorprenden y amargan a unos padres instalados en un presente que creen eterno. Pero la niña crece, se echa novia y decide irse a vivir por su cuenta. Y el niño, al que su padre quiere llevar al estrellato del fútbol, pone los ojos en otras estrellas, las que su pericia astronómica le permite descubrir en el cielo nocturno, con Marte como destino soñado. La madre se marea, el padre olvida una noche los mandamientos aprendidos en Alcohólicos Anónimos, pero los disgustos se diluyen entre nuevos abrazos y promesas de un futuro anestesiado. Gabriel Martins ubica la acción en los días en que Bolsonaro gana las elecciones, un marco que apenas si aterriza ni mancha esta película parroquial llena de buenas intenciones, música dulzona, sonrisas que tapan problemas y, para quien esto escribe, aburrimiento.
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