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El 26 de febrero de 1920 se estrenaba en el cine Marmorhaus de Berlín una película que sorprendió a todos: 'El gabinete del doctor Caligari'. No solo rompía con el cine intrascendente que dominaba la pantalla alemana en esos primeros años de posguerra, sino que daba cabida a la estética expresionista que desde hacía unos años triunfaba en las artes plásticas. Pronto se estrenó en París. Y en abril de 1921 se abrió paso en Nueva York con su rareza estética.
La idea había partido del poeta checo Hans Janowitz. En 1913 fue testigo indirecto de un crimen en un parque de Hamburgo, en que una joven fue asesinada. Compartió esa experiencia años después en los cafés de Berlín con Carl Mayer, un escritor que volvía traumatizado de la Gran Guerra, donde fue sometido a severos exámenes psiquiátricos. Cada uno aportó sus vivencias para un guion de cine que despacharon en seis semanas, el primero que escribían. Les faltaba el nombre del protagonista, que encontraron en una carta de Stendhal que refería un encuentro con un oficial en Milán: Caligari, que pasó a ser un director de manicomio disfrazado de feriante, con el sonámbulo Cesare al servicio de sus planes criminales. Presentaron sin esperanzas el proyecto a Erich Pommer, el gran productor del cine alemán de entreguerras, que pronto advirtió una inspiración completamente distinta a las películas habituales, por lo que decidió apoyarlo. Fritz Lang fue el director inicialmente escogido, pero la finalización de 'Las arañas' se lo impidió. Robert Wiene fue finalmente el que se encargó de la dirección, añadiendo un comienzo y un final que enfriaba el clima irracional construido por los guionistas, que protestaron sin éxito. Se rodó en un estudio con limitaciones de fluido eléctrico, lo que hizo que los efectos de luz se sustituyeran por un trabajo pictórico sobre el decorado. Este había sido encargado a tres artistas, Hermann Warm, Walter Röhrig y Walter Reimann, que desde el grupo berlinés Sturm se adherían a la corriente expresionista. El resultado fue la creación de una ciudad y sus interiores sobre telas pintadas, sin ningún afán realista, por la que se desplazaba el siniestro Cesare para cometer sus crímenes, en una sucesión de cuadros estáticos de una audacia absoluta, emparentada a la pintura de Munch, Kokoschka o Kubin.
La singularidad de la obra no impidió que contagiara su estética y temática a un movimiento decisivo en la historia del cine: el expresionismo alemán. En 1920, mientras el país se recuperaba malamente de la espantosa Gran Guerra, los poderes públicos y económicos se pusieron de acuerdo para la creación de un cine que sirviera de cohesión social y prestigio internacional. Se creó la productora UFA (Universum Film AG), y con la irrupción de Caligari se buscó una tradición alemana que venía desde el Romanticismo y la pervivencia de los cuentos góticos, trasladada a una puesta en escena de claroscuros y personajes fantasmagóricos. Un teórico de la época, Kasimir Edschmid, afirmaba: «El expresionista ya no ve, tiene visiones». Actores curtidos en el teatro alemán como Emil Jannings, Peter Lorre o Conrad Veidt pusieron la cara de ese cine, que pronto entregó obras maestras del calibre de 'Los Nibelungos' o 'Metrópolis', ambas de Fritz Lang, o 'Nosferatu' o 'Fausto', de F. W. Murnau.
Pero esos años veinte no solo fueron importantes en Alemania por su despegue cinematográfico. Tras el sufrimiento bélico esa agitada década vio crecer también la ideología nacionalsocialista, que en 1933 ascendió al poder. Al poco de acabar la Segunda Guerra Mundial, los historiadores alemanes Lotte H. Eisner y Siegfried Kracauer estudiaron en sendas e influyentes obras la relación entre el cine alemán de los años veinte y el avance nacionalsocialista. Lotte H. Eisner era de origen judío, lo que determinó su huida a Francia. En 1952 publicó 'La pantalla demoniaca', en donde analiza ese movimiento bajo el prisma de la identidad nacional: «Las películas deben situarse en su contexto histórico y nacional, y deben ser estudiadas a través de la mentalidad del país al que pertenecen». El expresionismo que ella desglosa con minuciosidad reflejaría esa esencia alemana y también la coyuntura que engendraría el nazismo. Caligari, como luego Nosferatu o el vampiro de Dusseldorf, serían profetas del delirio hitleriano. Siegfried Kracauer, otro judío que salvó la vida huyendo a Estados Unidos, fue más explícito en su obra 'De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán', publicada en 1947: «Mi tesis consiste en que pueden revelarse, por medio de un análisis del cine germano, las profundas tendencias psicológicas dominantes en Alemania de 1918 a 1933». Un cine de tiranos que impedían la llegada del caos y la anarquía. Escribe Kracauer: «Caligari es una premonición muy específica en cuanto usa su poder hipnótico para imponer su voluntad a su instrumento, técnica precursora, en contenido y propósito, al manejo del alma que Hitler sería el primero en practicar a gran escala».
Es una hipótesis atractiva la de Eisner y Kracauer, desde luego. Los dos autores vivieron y sufrieron el tiempo que luego analizan, en el que las pantallas eran un termómetro artístico, pero también ideológico. Cuenta Kracauer que Fritz Lang dio a su película 'M, el vampiro de Dusseldorf' el título provisional de 'Los asesinos están entre nosotros'. El director del estudio donde se iba a rodar le negó su uso si no lo cambiaba. Lang discutió con él, hasta que advirtió en las solapas de su traje la insignia nazi. «Ese día», agrega Lang, «alcancé la mayoría de edad política». Kracauer sintetiza en las líneas finales de su libro esa premonición de la Alemania nacionalsocialista en la pantalla, comenzada por Caligari hace cien años: «Autoelegidos Caligaris hipnotizaban a innumerables Cesares para que cometieran asesinatos. Delirantes Mabuses cometían fantásticos crímenes con impunidad. En Núremberg, el decorado ornamental de 'Los Nibelungos' apareció en escala gigantesca: un océano de banderas y personas artísticamente dispuestas (…) Todo era como había sido en la pantalla. Las oscuras premoniciones de un desastre final también se cumplieron».
La mayor diferencia entre 'El gabinete del Doctor Caligari' y 'El faro' al cabo de 100 años es que el primer filme mira al futuro, con una energía quizá enfermiza, pero llena de ideas, y el segundo mira al pasado, con alguna idea también, pero con un tono deliberadamente crepuscular.
En la primera película hay personajes que vienen del teatro, excesivos, para marcar carácter en la distancia, con un maquillaje que se hace notar. La cámara no permitía primeros planos entonces. La escenografía no pretende ser naturalista, todo lo contrario, los edificios, las estancias, las puertas, con esos ángulos agudos… parecen salir de un mal sueño. El blanco y negro de la pantalla y sus proporciones, casi de 1:1, son obligados por los condicionantes técnicos de la época; a partir de ahí, el director, Wiene, toma muchas decisiones arriesgadas que marcarán una escuela, el expresionismo alemán, con una influencia que todavía perdura. Los historiadores dicen que es la primera película de terror, anterior al 'Nosferatu' de Murnau y al 'Metrópolis' de Lang. Esos tratos con lo siniestro, con lo que está más allá de la muerte, con la representación de la locura y del mal, resultaron ser muy fecundos. Un país salido de la mayor guerra conocida hasta la fecha, y perdedor, son condicionantes poderosos, pero el que esas maneras sigan interesando, y perturbando, a un número importante de espectadores en tiempos y lugares muy dispares, habla más de un magma común que subyace a circunstancias dispares.
'El faro' (Robert Eggers, 2019) recoge ese legado hasta extremos que podrían considerarse excéntricos. No solo está filmada en blanco y negro, sino que las proporciones de la pantalla son similares a las de 'El gabinete…', cuando lo habitual ahora es que las películas sean anchísimas. Hacerla muda habría sido una temeridad. Solo hay dos personajes, que se enfrentan entre sí la mayor parte del tiempo. Uno, el farero (Willem Dafoe), representa una perversidad acusada, y podría relacionársele con el Dr. Caligari en ese sentido; el otro, el ayudante, (Robert Pattinson) encuentra un equivalente apropiado en Francis, el amante que quiere encontrar al asesino de su amigo; los dos se enfrentan a la adversidad con todas sus fuerzas, más allá de lo que la razón consiente.
En 'El gabinete…' hay más personajes a considerar; primero, el sonámbulo asesino que duerme en un féretro, precedente cinematográfico de Drácula y el resto de vampiros que han poblado las pantallas; luego está la amada, con poco recorrido dramático, una princesa de cuento sin capacidad de hacer ejecutar a sus pretendientes fallidos; le basta su hermosura para seducir a quien se le ponga por delante y, por supuesto, a los dos amigos que ansían sus favores, con dispar fortuna por culpa del monstruo.
En 'El faro', la única figura femenina es una hermosa muchacha, producto de las ensoñaciones del ayudante. El farero resabiado maltrata a su ayudante sin piedad, a quien solo le permite, y le obliga a realizar los trabajos más pesados y rutinarios. Es también quien encarna la tentación de la bebida, a la que se niega a sucumbir al principio su subordinado. El mal no se reparte en dos personajes, sino que va concentrado en el charlatán fanfarrón que cree saberlo todo del faro y del mar.
Los dos finales son sorprendentes por motivos muy distintos. En 'El gabinete…' el narrador pierde todo su crédito de hombre cuerdo en el último momento, dando una insospechada vuelta de tuerca a la narración. El espectador queda atónito, sin saber qué es lo que de verdad ha ocurrido. En 'El faro' el ayudante estalla contra su jefe, después de contar un relato que desmiente su mansedumbre, contra el orden establecido y hace una emulación de Prometeo que le da al filme un tono un poco fatuo. El Doctor Caligari aparece en una feria de pueblo, y allí se desarrolla toda la trama, sin aparentes pretensiones, a pesar de lo que la película termina significando en la historia del cine. En 'El faro' puede que haya un exceso de petulancia, remarcando algunas obviedades que pretenden dar altura 'cultural' al producto, ahora que el cine es un arte en decadencia que se va alejando de las masas, después de haber nacido en una barraca de feria.
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