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Pocos acontecimientos del mundo antiguo han tenido tanta repercusión en la cultura y las artes como aquella orden que, en la Palestina del siglo I d.C. dio el gobernador Poncio Pilato, prefecto de Judea, de ejecutar al líder espiritual judío Jesús de Nazaret, conocido ... como Cristo, y cuya influencia se extendió rápidamente por todas las ciudades del Imperio Romano: Éfeso, Filipos, Corinto, Atenas e incluso la mismísima Roma. Su legado, más allá de las creencias religiosas, ha inspirado y sigue inspirando iconografía y relatos en abundancia a pintores, novelistas, músicos, filósofos y, cómo no, los mejores cineastas de todo el mundo: Sidney Olcott, D.W. Griffith, Cecil B. DeMille, Mervyn LeRoy, William Wyler, George Stevens, Nicholas Ray, Roberto Rossellini, Pier Paolo Pasolini, Franco Zefirelli o Martin Scorsese.
El séptimo arte es rico e inspirador en visiones del Nazareno; el cine se ha visto seducido por tan fascinante personaje hasta en cuarenta largometrajes, entre ellos Intolerancia (1916) de D.W. Griffith, las dos versiones de Ben-Hur (1925 y 1959), el primer largometraje en CinemaScope –La túnica sagrada (1953) de Henry Koster– y su secuela –Demetrius y los gladiadores (1954) de Delmer Daves– o dos de las películas más polémicas del último tercio del siglo XX –La última tentación de Cristo (1988) de Martin Scorsese y La vida de Brian (1979) de Terry Jones–. La figura de Jesucristo plantea bastantes dificultades a directores y guionistas desde las primeras versiones, porque no es fácil de llevar a la gran pantalla: cada uno de los espectadores tiene su idea propia de su representación y de su carácter, tiene su interpretación de los Evangelios y es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que una película sobre Jesús de Nazaret entre triunfante en el reino de los cielos del celuloide, haciéndonos eco del celebérrimo versículo de Mateo 19.
Dejando a un lado las versiones primitivísimas, de la que caben destacar From de Manger to the Cross (1912) de Sidney Olcott y Christus (1916) de Giulio Antamoro, el primer cineasta que fija la dinámica de Cristo en el cine es Griffith con su ya mítico cuadríptico de la historia de la intolerancia humana y en el que el Mesías, interpretado por el británico Howard Gaye, combate con denuedo a hipócritas, sayones y fariseos. Efectivamente, Intolerancia llega a recrear escenas semibíblicas –protestas farisaicas en las bodas de Caná– e incluso Griffith añade intertítulos aclaratorios por temor a los censores puritanos de que beber vino era costumbre en aquella Palestina. Este difícil equilibrio entre lo humano y lo divino va a ser una constante en las encarnaciones de Jesucristo en el celuloide, que llegarán a recurrir a ampliaciones contractuales que regulen las costumbres durante el rodaje de los intérpretes que los encarnaban. DeMille retomó el testigo de su antecesor con El rey de reyes (1927), que llegó a fichar a dos sacerdotes católicos como asesores del guion que había escrito la gran Jeanie MacPherson, llegó a repartir biblias entre los miembros del reparto e instaló un órgano para que el equipo se inspirase con himnos religiosos. La escena de la crucifixión es impresionante, en parte gracias a los 27.000 amperios y el ciclorama de 70.000 dólares que el cámara Peverall Marley hubo de emplear para recrear los cataclismos y tormentas que sucedieron a la muerte de Jesús. H.B. Warner, que protagonizó el filme, comió y durmió en solitario y fue obligado a llevar un velo en la cabeza y a no relacionarse demasiado con los demás, al punto de que recayó en la bebida y su mujer, Dorothy Cummings, que interpretaba a María Magdalena, le presentó una demanda de divorcio. Muchas congregaciones y grupos religiosos, así como misioneros, se sirvieron del péplum bíblico de DeMille para evangelizar. Algo parecido le ocurrió al sueco Max von Sydow durante el rodaje de La historia más grande jamás contada (1965), de George Stevens, al que las excesivas expectativas que tenían los jefes de la United Artist sobre él llevaron a una crisis, agravada por la prohibición contractual de fumar, beber o ser efusivo con su mujer durante el rodaje. Tres años tardó James Lee Barrett en adaptar la novela de Fulton Oursler, los mismos que le llevaron a Stevens, con la ayuda de David Lean y Jean Negulesco, en poner en marcha esta mastodóntica superproducción, cuyo rodaje se vio interrumpido por las tormentas de nieve de Arizona y las inclemencias temporales de Nevada y California, la película más cara de la historia del cine por aquel entonces después de la Cleopatra (1963) de Mankiewicz. El estrés y los largos periodos de rodaje llevaron a la tumba al director de fotografía, William C. Mellor, que fue sustituido por Loyal Griggs, de ahí una cierta irregularidad en asuntos sustanciales como la fotografía y el color de la película, que sin embargo alcanza la categoría de uno de los mejores frescos de la Antigüedad jamás rodados, junto con la citada Ben-Hur o La caída del imperio romano (1964).
Uno de los proyectos más deseados por Hollywood y rodado en España fue el de la segunda versión de Rey de reyes (1961), de Nicholas Ray y coproducida por Samuel Bronston y Metro-Goldwyn-Mayer con ocho millones de dólares, el sueño del director católico John Farrow, que acababa de rodar también en nuestro país El capitán Jones (1959), se había dado cuenta de las posibilidades de rodaje que ofrecía nuestra tierra y pensó en titularla La espada y la cruz. Narrada por Orson Welles y escrita por Philip Yordan y un siempre eficaz Ray Bradbury que finalmente no fue acreditado y que recurrió a la Salomé de Oscar Wilde, el filme iba a ser un ambicioso trabajo cuyos diálogos fuesen la traslación exacta de los Evangelios, pero la visión comercial se impuso. La cinta resulta muy fiel al testimonio de Flavio Josefo, la fiesta tradicional de la Pascua y su costumbre de comer «hierbas amargas» y las tumbas palestinas cerradas mediante enormes piedras rodantes que tapaban la puerta. Otro de los grandes aciertos de los guionistas fue la combinación magistral de los cuatro Evangelios. Jeffrey Hunter, que precisamente contaba por entonces con 33 años de edad, se convirtió en uno de los Jesucristos más convincentes en la gran pantalla, acompañado por actores nuestros, como Luis Prendes, «crucificado» como Dimas, o Carmen Sevilla convertida en una auténtica y luctuosa María Magdalena. También con protagonista español, Enrique Irazoqui, y rodada en Matera (Italia), El evangelio según San Mateo (1964) de Pier Paolo Pasolini –poco amigo de mixturas evangélicas– presentó al Jesucristo más revolucionario gracias en gran medida a la interpretación de este por entonces estudiante catalán de literatura española que había leído su tesis doctoral sobre la novela de Pasolini, Chicos del arroyo (1955). Pasolini interpreta al propio evangelista Mateo y el reparto fue escogido de entre los campesinos, comerciantes, obreros y camioneros que el cineasta se encontraba por las calles de Roma. Incluso la Virgen fue interpretada por la madre de Pasolini, Susanna: lo grotesco y lo vulgar o el exceso de uso de zoom, a veces prevalecen en este relato realista y lleno de momentos crudos y poco idealistas, como el galileo al que cura Jesús de un abultado tumor en la nariz. El éxito fue tal que Irazoqui protagonizó dos joyas del cine de entonces, Noche de vino tinto (1966) y Dante no es únicamente severo (1967), si bien se dedicó a la docencia porque el cine no dejaba de ser para el barcelonés una anécdota inspiradora.
Cuando Martin Scorsese estrenó La última tentación de Cristo (1988), no se imaginaba que habría de terminar escoltado por guardaespaldas, tal es el revuelo que produjo esta atrevida adaptación a cargo de Paul Schrader de la novela homónima de Nikos Kazantakis, protagonizada por un Willem Dafoe que también vivió momentos de gran intensidad durante el rodaje. La propuesta onírica que hace la película de qué hubiese pasado si Cristo se hubiese casado con María Magdalena –Barbara Hersey, lectora del libro y quien le dio a leerlo a Scorsese durante el rodaje de El tren de Bertha (1972)–, llevó a varios extremistas franceses a incendiar salas de cine en París y Besançon. En total, treinta y cinco años separan la publicación de la novela y el estreno de la película, un retraso lógico habida cuenta de las sospechas de sabotaje y problemas de distribución que vinieron después: General Cinemas se negó a exhibirla y Blockbuster Vídeo no la ofreció entre los vhs de sus estanterías. «La rodamos en un estado de emergencia», aseguró el cineasta, y eso se nota en una película provocadora a la que la Universal no le facilitó un generoso presupuesto precisamente. De hecho, Scorsese hubo de firmar como condición un contrato para rodar después El cabo del miedo (1991), una estupenda versión del clásico de J. Lee Thompson. Años después, Mel Gibson llevó a la pantalla su sangrienta La pasión de Cristo (2004), en la que Jim Caviezel sufrió todo tipo de penurias, torturas y accidentes, siempre a la búsqueda de la verosimilitud y que aparejaba diálogos hablados en latín y arameo que los distribuidores se apresuraron a exigir se subtitularan, ante el aterrador anuncio que hizo Gibson de que quería que «las actuaciones hablasen por sí mismas». Para ello incorporó un sistema de fotografía especial que suponía una velocidad de rodaje superior a los 24 fotogramas por segundo, lo que crea una sensación en el espectador de «cámara lenta». Al sufriente Caviezel lo llegó a alcanzar un rayo durante la escena de la crucifixión, que llegó a rodar en pleno invierno italiano a -4 ºC, temperaturas que le provocaron una pulmonía que casi le cuesta la vida.
Por último, algunos todavía recordamos con nostalgia aquel Jesucristo Superstar (1973), de Norman Jewison, que llevó a la gran pantalla el cóctel sui géneris de la revolución contracultural y el hipismo psicodélico, más la evangelización a cargo de un Jesús (Ted Neeley) que incitaba a hacer el amor y no la guerra, como mandaban los cánones undergound de entonces, a ritmo de Andrew Lloyd Webber y André Previn, un musical que catapultó a la fama en España a nuestro Camilo Sesto, el nazareno más pop de nuestra historia.
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