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Medía 1,82 metros y tenía una voz suave que algunos no dudaron en calificar de femenina. Padecía sobrepeso y sus tobillos hinchados delataban una mala circulación de la sangre: Fellini padecía además lumbago y ciática crónicos, lo cual no le impedía conducirse por los ... platós con ligereza y casi ejecutando una danza. Pasó de llevar el sombrero Stetson negro que aparece en 'Fellini ocho y medio' a ir tocado con una boina, hasta acabar cubriendo su cabeza con la gorra irlandesa al estilo de la que llevaba Rex Harrison en 'My Fair Lady'. Completaba su atuendo con su sempiterno abrigo y la bufanda de seda estampada.
Fellini, que nació tal día como ayer bajo el signo de Acuario, era supersticioso y consultaba cuantas veces podía a astrólogos y videntes, algunos de los cuales se incorporaban al reparto de sus películas… e incluso de su propia vida. Y esta 'dependencia' del zodiaco indicaba, en contra de lo que pudiera pensarse, que Fellini era un hombre inseguro en lo personal, que estaba escindido entre el cineasta sólido, provocador y arrollador y el italiano de provincias extraordinariamente vulnerable. Fellini se alimentaba de sucesos y misterios y podría decirse que su cinematografía está envuelta en una aureola de esoterismo. A esto había que añadirle su gusto como consumidor de cine: en una encuesta que en 1992 realizó Sight and Sound a los principales cineastas, Fellini eligió como sus diez películas favoritas 'Maciste en el infierno', 'Luces de la ciudad', 'Fra' Diavolo', 'El doctor Frankenstein', 'La diligencia', 'Paisà', '2001, una odisea del espacio', 'El discreto encanto de la burguesía', 'Totò e Peppino divisi a Berlino' y sin ningún rubor, su propia cinta 'Entrevista'. La dieta audiovisual del genio de Rímini nos da la medida de su universo verdaderamente delirante, onírico y excéntrico, equivalente a la italiana de nuestros esperpentos valleinclanescos y de los caprichos goyescos.
Como el pintor de Fuendetodos, Fellini extraía sus imágenes y visiones directamente de sus sueños, tamizadas por la realidad: «Los sueños. Lo mejor del día es cuando me voy a la cama. Me duermo y entonces empieza la fête». El cineasta, al despertarse, iba anotando cuidadosamente el recuerdo de lo soñado junto a su representación gráfica, el primer bosquejo de sus guiones. Casado desde 1943 con Giulia Anna 'Giuletta' Masina, a la que conoció en el serial radiofónico 'Cico e Pallina' que él mismo había escrito, la rebautizó como Ceccina y ella a él como Fefé, que es como lo llamaban sus allegados. Al final de su vida se distanciaron, pero Masina fue la inolvidable protagonista de 'La strada', 'Las noches de Cabiria', 'Giulietta de los espíritus' y la muy otoñal 'Ginger y Fred'. Mussolini había mandado construir los estudios Cinecittà y cuando se encontraban en caída libre, Fellini los recuperó: en concreto eligió el plató nº 5, donde reconstruyó Via Venetto para 'La dolce vita'; la Venecia de las intrigas dieciochescas de 'Casanova' y su Rímini natal, como la muestra en 'Amarcord', sus memorias de infancia y juventud, si bien estas impregnan gran parte de su obra, como en 'Luces de Varieté' o 'Los inútiles', esta última el comienzo del declinar del estilo cuyo máximo exponente lo encontramos en los filmes posbélicos de Vittorio De Sica o Rossellini.
Fue uno de los primeros cineastas en Italia que decidió rodearse de una corte de aduladores y excéntricos, tal y como lo recoge en 'La dolce vita': peleado con los grandes productores, a lo largo de las décadas de los años sesenta y setenta Fellini decidió convertirse en una continuación de aquellos caricatos insólitos, construir su propia leyenda y rivalizar en popularidad con el mismísimo Papa o con el presidente de la República Alessandro Pertini. Hizo la gran fiesta de la hipérbole nacional y todo su universo ingenuo y despiadado a la vez, y que ha heredado Paolo Sorrentino –el director de ese prodigio que es 'La gran belleza'– nutriese la crónica social, nutrió la crónica social en un viaje a la inversa. Al final de su vida, Fellini fue una prueba más de la decadencia de Roma, y las personalidades del mundo de la política y de las artes acudieron a conocerlo, no como hicieron con Pasolini o Visconti, sino con la devoción de quien va a arrojar una moneda a la Fontana di Trevi y a escrutar en los viejos hangares algún vestigio de Anita Ekberg y de aquellas sus diosas del celuloide.
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