Hay una concepción en torno a las personas cinéfilas, muchas veces asumida por ellas mismas, que lleva a considerar su afición al cine únicamente desde la erudición, reservándose solo visionados de películas canónicas, cerebrales y sesudas, y soslayando con altivez todo largometraje 'de entretenimiento' ( ... la réplica, que se escribe sola, pasaría por señalar que un cinéfilo no disfruta con el séptimo arte, solo lo consume para su estudio con desafección). Pero en muchas ocasiones bien vale la pena recordar que la cinefilia es, como la propia palabra indica, ese amor a la imagen en movimiento que también tiene que ver con cómo conectan las propuestas que se nos brindan con nuestras inquietudes de ocio. Sobre ese 'affaire' que supo reconciliar al público nacional con el séptimo arte patrio en la década de los años noventa reflexionó este jueves el profesor José Luis Sánchez Noriega en la 56ª edición del Curso de Cine, a través de su seminario 'Nuevos públicos, retos y protagonistas para un cine español en cambio'.
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«A lo largo de los ochenta, durante la post-Transición, hay un desapego al cine en general», explicó en declaraciones previas el crítico, ensayista y docente de la Universidad Complutense de Madrid. «Desde el 76-77 y hasta principios de la década de los noventa se concibe el cine español como aburrido, salvo alguna figura generacional como Almodóvar, Montxo Armendáriz, Bigas Luna o algún 'francotirador'». Estaba por fraguarse una nueva generación de artistas que entroncaría con las nuevas inquietudes del público, robusteciendo el idilio al demostrar la comprensión de las nuevas visiones sociales, las críticas a las desigualdades o la reconexión con el concepto de 'género'.
«Hasta entonces el cine cultural había sido combativo y antifranquista, pero el espectador ya no reclama tanto cine militante sino uno más divertido y posmoderno», explicó Sánchez Noriega, quien siempre se esfuerza por distinguir al manchego Almodóvar en estos altibajos de vínculo con los espectadores: «Es el único que a lo largo de los años ochenta va creciendo de cara a éxito de público», indicó.
A ojos de este historiador del séptimo arte, el fenómeno de la desafección se desarrolla dentro de un contexo en el que desempeña un papel de incuestionable importancia el mecanismo de la exhibición: «Ya no se ve el cine principalmente en las salas, sino que es complementario con la televisión», explicó. De cara a la multiplicación de cadenas privadas y la aparición del vídeo doméstico, la oferta de cine en pequeñas pantallas empieza a crecer exponencialmente». Esto tiene otro reverso en las cifras de las taquillas oficiales: «De manera análoga, se va perdiendo la mitad del público y, aunque el número de espectadores vuelva a experimentar una subida en la década de los noventa, no será capaz de llegar a las cifras que tenía en el momento previo a la aparición del vídeo».
Es en estos años cuando aparece «un cine que busca un público amplio, que conecta las nuevas generaciones y se encuentra más volcado en la taquilla, frente a aquel previo más cuadriculado y académico, exigente y estéticamente valioso, más pensado de cara a los distintos festivales». Las nuevas películas firmadas por realizadores como Álex de la Iglesia saben dirigirse a aquellos espectadores educados, «más que en cinefilia, en la cultura audiovisual», con referentes tan cristalinos como el cine norteamericano independiente, con directores como Quentin Tarantino a la cabeza de las referencias: «Rezuman ironía, hibridación de géneros... todos los rasgos fundamentales del cine posmoderno pensados para públicos jóvenes que disfrutan mucho de una serie de largometrajes irreverentes capaces de subvertir todo tipo de cánones estéticos».
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Para Sánchez Noriega, «cronológicamente cada generación tiene su personalidad, y las mutaciones estéticas se deben a que hay nuevas sensibilidades y nuevos públicos», un ciclo que emerge como habitual, casi natural, en todo devenir cultural que demuestra la desaparición y renacimiento de intereses y valores por parte de los públicos. Uno de ellos es la irrupción también detrás de las cámaras de distintas miradas femeninas dotadas de sus propias sensibilidades (Isabel Coixet o Icíar Bollaín). Otro es la prácticamente nula presencia de docudramas o híbridos falsos de documentales que hoy se encuentran tan presentes y que, antes que pedir realidad, exigen nutrirse de esta o de formulaciones aparentemente realistas.
Sánchez Noriega también persigue establecer una serie de conexiones con los cines nacionales y sus referencias estéticas y temáticas a lo largo y ancho del planeta: «Jaime Rosales puede conectar más con cineastas belgas o hongkongoneses que con otros que viven cerca de su casa», sostuvo. «En este mundo estético y más universal las interrelaciones tienen más que ver con edades, miradas y generaciones que con países, en la medida de que la misma cultura resulta más universal y retroalimentada de esas mismas sinergias».
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