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Sue Lyon, con James Manson.
Adiós a Sue Lyon, la nínfula de Kubrick y Nabokov

Adiós a Sue Lyon, la nínfula de Kubrick y Nabokov

Al abrir el guion de Nabokov y entender, al fin, el alma de Lolita, la actriz se convirtió para siempre en la princesa elfina, oscura y triste

David Felipe Arranz

Valladolid

Lunes, 30 de diciembre 2019, 12:46

En el verano de 1959, el productor James B. Harris y el director Stanley Kubrick le pidieron a Vladimir Nabokov que viajase a Hollywood y escribiese el guion de 'Lolita', algo que solo ocurrió el 1 de marzo de 1960 tras mucho insistir. Avanzado del estío, Nabokov le entregó a Kubrick cuatrocientas páginas que incluso añadía material inédito de la primera redacción del libro. Ya en septiembre, el escritor ruso le presentó al cineasta un guion reducido a la mitad. Tras estos ajustes y algunos retrasos en la producción, la adolescente Sue Lyon, modelo del catálogo de los almacenes JC Penney y proclamada Miss Smile 1960 por el Colegio de Dentistas de Los Ángeles, fue captada –o capturada– por el ojo de Kubrick mientras veía Daniel el travieso en televisión.

Tenía Lyon, pues, trece años cuando fue llamada a dar vida a la nínfula de todas las nínfulas en 'Lolita' (1962). Su caché finalmente ascendió a 25.000 dólares: su madre, una viuda de Iowa que se había mudad a la capital de California con sus cinco vástagos y que hacía las veces de su representante, la metió de hoz y coz en el mundo del espectáculo por necesidad imperiosa. Para entonces, la novela ya había hecho furor en los Estados Unidos desde su publicación en el país, en 1958, en la editorial G. P. Putnam's Sons. De hecho, la jovencísima promesa había cogido prestado un ejemplar del libro a los doce años junto a su amiga Michelle Phillips –después cantante y actriz–, pero no entendieron la historia por la enorme cantidad de mutilaciones que había sufrido a manos de la censura.

Kubrick derribó un muro del «star system» de una elegante patada, si bien autocensurándose al máximo, habida cuenta del férreo código de producción que había impuesto la Motion Picture Association of America (MPAA), que finalmente puso su sello con el visto bueno, marchamo que aún hoy encabeza todas las copias del filme. En junio de 1962, Nabokov asistió al estreno de la cinta en la ciudad de Nueva York, y en una entrevista con Playboy, en enero de 1964, expresó su sincera admiración por el resultado. Cuando Humbert Humbert –inconmensurable James Mason– entra en el jardín de Charlotte, contempla extasiado a Lolita en bikini, sus piernas líricas, gafas de corazón en mano e insolente mirada, en ese preciso instante nació el mito. Sue Lyon se ofreció por vez primera a la vista de los espectadores, que salieron de las salas preguntándose cómo era posible enamorarse de una chavala tan perversa como aún infantil, manipulada y manipuladora a la vez, capaz de transparentar su lozanía a través de un jersey de lana o de los ceñidos vaqueros, mientras centrifuga sensualmente un «hula hoop» con sus caderas. En la novela Nabokov nos dice que la nínfula existe en una «isla encantada» entre los nueve y los catorce años, esta última la edad real de Lyon durante el rodaje, quien a esa temprana edad supo encarnar esa mixtura de «infantilismo soñador» y «espeluznante vulgaridad», como la define Humbert mientras escribe en su diario.

Lyon seduce al majestuoso Mason viendo La maldición de Frankenstein en un «drive-in», masticando chicle o bebiendo una Coca-Cola, igual que hará más adelante con el poderoso, febril y dipsómano Richard Burton bailando al son de las maracas de Puerto Vallarta en 'La noche de la iguana', o con el insípido Michael Sarrazin en la intimidad de un hotel en 'Un fabuloso bribón'. Y casi fue la Bonnie Parker de 'Bonnie y Clyde' (1967), de Arthur Penn, tras la atracción que sintió por ella el donjuanesco Warren Beatty, rol que finalmente desempeñó Faye Dunaway. Esta explosiva y brevísima aventura cinematográfica no fue del agrado de la actriz, quien siempre consideró que su papel primero la arrastró hasta los infiernos de la locura: «Mi destrucción como persona data de esa película. Lolita me expuso a las tentaciones que ninguna chica de esa edad debería sufrir. Desafío a cualquier chica bonita que se catapultase al estrellato a los 14 años en un papel de ninfa sexual a que se mantenga en un camino equilibrado desde entonces», explicó en una entrevista concedida en 1995. Tras tres matrimonios rotos, múltiples episodios de adicción al litio y varias depresiones, Lyon, otrora muchacha en flor de los sesenta, había acabado trabajando como secretaria. Tuvo una hija, Nona Merrill, fruto de su matrimonio con el jugador de fútbol americano Roland Harrison, y había adoptado en agosto de 1971 a un muchacho de catorce años: los mismos que ella tenía cuando «nació» al mundo voraz de la industria audiovisual.

Tras Lolita, queda claro que a la niña-mujer le pasó la industria del cine por encima con toda su troupe de cipayos –productores, técnicos, deportistas, actores y directorzuelos de tercera– ansiosos por probar sus interpretaciones orgánicas y averiguar si la Lyon era, en verdad, la Lolita «nabokoviana» en carne mortal. Solo John Huston supo ofrecerle otro filme magistral, fruto de la adaptación de un magnífico texto dramático de Tennesse Williams, basado en su propio cuento. En La noche de la iguana, en la que hasta podía verse a Ava Gardner haciendo de Ava Gardner, Lyon vuelve a ofrecernos un recital de diosa púber, más inclinada a los maduros que a los muchachos de su edad, como el conductor del autocar al que interpreta un estólido Skip Ward.

Se volvió gloriosa en el mismo momento de su nacimiento cinematográfico porque las gentes del cine la identificaron con el catálogo de perversiones adolescentes encarnadas en aquella deidad de papel y celuloide: la pergeñaron con el fin de incrementar el cine-mito por mor de la industria y en el linaje artístico mismo le imprimieron el anticipo de una existencia desgraciada. Lyon era ingenua, dulce, extraordinariamente tímida y la obligaron a moldearse como una vampiresa sexy y prematura a golpe de claquetazo. El público rechazó a la mujer adulta: solo quería ver a Lolita. De manera que el mundo sigue tan enamorado de ella como lo estaba entonces, en uno de los ejercicios de identificación entre personaje e intérprete más sólidos de la historia del cine.

Ni las mayores provocaciones de Dominque Swain en calcetines y falda de colegiala en la versión de Adrian Lyne lograron destronarla del Olimpo de las nínfulas domésticas. Por eso el orbe entero le rinde hoy homenaje y obituario: porque al abrir el guion de Nabokov y entender, al fin, el alma de Lolita, Sue Lyon se convirtió para siempre en la princesa elfina, oscura y triste que llevó al delito a Humbert Humbert, quien evocó a su ángel y demonio, a su salvadora y verdugo, en aquellas memorias que dicta a su abogado antes de morir de una trombosis coronaria.

Sin duda, Sue Lyon hubiera llegado muy lejos de no haber sido por Hollywood.

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