Las aventuras españolas del seductor Casanova
El italiano pasó algo más de un año en España donde conoció los deficientes caminos de Castilla, fue encarcelado y vivió una tierna historia de amor
Por estas fechas, hace 250 años, el aventurero italiano Giacomo Casanova abandonaba España, después de algo más de un año de estancia en nuestro país. En ese breve plazo tuvo tiempo para conocer los deficientes caminos de Castilla La Vieja, los defectos de la hidalguía castellana y los temores que inspiraba el fantasma de la Inquisición. Fue encarcelado dos veces (en Madrid y en Barcelona) y experimentó las sutilezas de un amor delicado y tierno, en Madrid, y el aroma a peligro de su relación, en Barcelona, con una dama hermosa, dominante y depravada.
Casanova se presentó en España al conde de Aranda, el hombre más poderoso del país, con un aval de la princesa polaca Lubomirska, y con tres cartas del marqués de Caraccioli. Durante su estancia tuvo ocasión de tratar a Mengs, el pintor de la Corte, así como al arquitecto Sabatini (que se había encargado de sanear Madrid mediante una red de alcantarillado y letrinas), entre otras figuras de la época. Por no hablar de políticos tan relevantes como Pedro Rodríguez, conde de Campomanes, que en esa época era fiscal del Consejo de Castilla y activo opositor de la política de tierras en manos muertas, o Pablo de Olavide, que ayudó al conde de Aranda en la expulsión de los jesuitas.
Todo ello resultará difícil de entender para quienes piensen en Casanova solo como en un mujeriego más o menos pomposo. Era mucho más que eso. Es legítimo considerarle un filósofo, al modo ilustrado, pues tenía una vasta formación y agudo criterio. Era matemático, geólogo, tenía notables conocimientos de astronomía, era diestro en la medicina empírica y poseía una amplia cultura de raíz clásica. Y junto a todo ello era un ilustrado atípico, un hombre que se fiaba de los sentidos tanto como de la razón. Que conservaba unos vagos sentimientos religiosos y al que interesaba todo el universo mistérico de los esoterismos.
El seductor italiano llegó a España a punto de terminar el año 1767, desde Francia, donde acababa de sufrir el fallecimiento de su último amor, Charlotte. Entró por Pamplona y descendió por Castilla La Vieja hasta Madrid. Allí pasaría buena parte del tiempo, para finalmente desplazarse a Toledo, Zaragoza, Valencia y Barcelona. La mención que realiza en sus memorias de su paso por las tierras castellanas no es precisamente honrosa. «Subidas, bajadas desigualadas, pedregosas, donde no se veía por ninguna parte la menor huella de que pasasen por allí coches. Así era toda Castilla La Vieja». Su segunda noche en España la pasó en la localidad soriana de Ágreda, de la que tampoco guarda buen recuerdo: «Es un prodigio de fealdad y tristeza».
La figura de Casanova está ensombrecida por un malentendido radical de origen: el que confunde al mujeriego con el libertino, y al conquistador con el truhan. Existe la tentación de considerarlo la versión italiana del Tenorio o del Don Juan, pero en realidad tiene muy poco que ver con ellos. Casanova fue un hombre entregado a los sentidos, y amante de los placeres carnales y de las mujeres, pero nunca un calavera, abusador o crápula. Las memorias de su vida, una obra monumental de más de mil páginas, escrita en un estilo en el que expertos como Ángel Crespo ven un adelanto del romanticismo, y que se ciñe a 39 años de su existencia, dan cuenta de que mantuvo relaciones con 122 mujeres, según cálculo del escritor Néstor Luján. Muchas, seguramente, para el común de los mortales, pero bastantes menos de las que la imaginación calenturienta asocia a su nombre.
«Casanova no es la bestia de placer que aseveran sus comentaristas», asegura Luján. «Casanova se enamora de sus mujeres como un gran solitario que es: con ingenuidad la mayoría de las veces. Luego las deja porque su espíritu le obliga a ello: ha de continuar su destino errabundo». Luján deslinda también al aventurero italiano de la figura del libertino, que surge en el siglo XVIII. «Nada tiene que ver con los grandes personajes del siglo, del duque de Richelieu a Sade. Y su obra, menos todavía: no hay en sus páginas el menor deleite perverso, el más mínimo regodeo cerebral». Es más, Casanova es el seductor que se deja seducir; no siempre es suya la iniciativa. No solo eso, sino que sabemos que Casanova fue un hombre generoso en el amor. Casi siempre trató bien a sus amantes, y les buscó protectores o maridos que pudieran resolverlas la vida.
Claro que esto es, básicamente, lo que él cuenta de sí mismo. ¿Podemos fiarnos de la veracidad de sus memorias? Hubo un tiempo en el que se llegó a dudar, incluso, de la existencia misma del personaje. Pero hoy no solo no cabe ninguna duda, sino que las sucesivas investigaciones han ido corroborando en lo esencial todos y cada uno de los detalles que Casanova narra. Hay en el relato de su vida errores e inexactitudes, desde luego, pero no falsedades intencionadas. Y, por otra parte, el estilo literario, muy moderno para su época, no es el de quien se levanta a sí mismo un monumento con palabras, sino, al contrario, el de quien se quita la máscara para mostrarse ante los lectores tal cual es, sin ánimo jactancioso, pero sin sentimiento de culpa.
«Fui durante toda mi vida víctima de mis sentidos: me he complacido en mis extravíos y he vivido constantemente en el error, no teniendo otro consuelo que el de conocer que vivía en él», afirma. Y en otro momento proclama, no sin provocación: «Mis infortunios, lo mismo que mis venturas, me han demostrado que, en este mundo, lo mismo en lo físico que en lo moral, el bien sale del mal de la misma manera que el mal del bien». Un pensamiento de gran modernidad, podríamos añadir.
Historia de amor
El relato de las aventuras españolas de Casanova tiene como punto central su historia de amor con la cortesana Ignacia, de la que afirma que «era una belleza perfecta y completamente seductora cuando mandaba al diablo su compostura devota». La laboriosa y meticulosa seducción de la dama Ignacia puede recordar por momentos la red de envolvente sofisticación de 'Las amistades peligrosas', pero sin su cinismo. Es un asalto al castillo del pudor de la dama, a su sentido del deber, mediante el uso de las palabras y los gestos. Y siempre desde el respeto a su autonomía. Sin forzarla ni violentarla. De modo que cuando al fin aparece la lujuria, esta surge como una flor delicada y hermosa, no como el estallido de un ímpetu o un exceso de glotonería.
«Me responde, más roja que la escarlata, que su deber la obliga a oponerse a mi atrevimiento a pesar suyo. Esta metafísica de una devota española me gustó en demasía», explica Casanova, quien reproduce luego uno de sus diálogos con su pretendida. «Si vuestro deber os fuerza a rechazarme, a pesar vuestro, ese deber está en contra de vos: es vuestro enemigo declarado. Y si es vuestro enemigo ¿por qué le concedéis la victoria? Amiga de vos misma, empezad por pisotear este insolente deber».
En muchas de las páginas de su estancia en España aparece el fantasma de la Inquisición. Un fantasma que inspira más miedo que coacción real, pues el propio aventurero italiano no duda en reconocer que las rígidas normas morales son burladas por la lujuria. «A pesar de las prohibiciones, e incluso debido a estas prohibiciones, el libertinaje de Madrid es excesivo. Hombres y mujeres, todos de acuerdo, no piensan más que en hacer inútiles las vigilancias».
La gran paradoja es que Casanova, que se pasa las páginas explicando su temor a ser preso por la Inquisición, fue apresado (dos veces, una en Madrid y otra en Barcelona) por poderes civiles celosos o arbitrarios. Es muy significativo que, cuando tiene un enfrentamiento con un clérigo –por una disputa en torno a un cuadro que mostraba a la Virgen dando el pecho al niño y que el clérigo acaba de censurar– acude temeroso al gran Inquisidor para prevenir posibles problemas y se encuentra, para su sorpresa, con un hombre de talante abierto y liberal. «No hubiera creído nunca que el Gran Inquisidor de Madrid fuera un hombre amable, aunque feo de cara en grado sumo. Este prelado no hizo más que reírse desde el principio hasta el fin de mi narración». En cambio, unas páginas más adelante, durante su estancia en Zaragoza, aparece la otra cara de la Inquisición, la de la máxima hipocresía. Allí encuentra al canónigo Pignatelli, un hombre que todas las mañanas mandaba apresar a la alcahueta que le había facilitado la mujer con la que había pasado la noche. Tras ello, rememora Casanova, «iba a confesarse, decía misa, comía después, el demonio de la carne se apoderaba de él, le buscaban otra mujerzuela, la gozaba y al día siguiente por la mañana hacía lo que había hecho el precedente».
Y, sin embargo, no fueron los inquisidores sino sus amores, y los celos de quienes pretendían sus mismas mujeres, los que le obligaron al fin a abandonar el país, a primeros de 1769, para continuar sus inagotables aventuras por Europa.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.