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Pocos historiadores han dedicado tantas páginas a reivindicar y ensalzar la poliédrica imagen de España como Fernando García de Cortázar. Y en 'Y cuando digo España', su último libro, el escritor jesuita echa el resto para mostrarnos un país que habríamos de llevar con enorme orgullo… si no fuéramos españoles. De ese libro y de su trayectoria hablaremos, con el patrocinio de Obra Social laCaixa y Fundación Vocento, en la última sesión del Aula de 2020. Será mañana, a partir de las 19 horas, en la web de El Norte de Castilla.
–Y cuando dice España, ¿qué quiere decir?
–Cuando digo España digo mi patria, que no es sólo un himno, una bandera o una constitución. Mi patria es la tierra de mi infancia, la de mis antepasados y la de mis primeros sueños. Pero también, un puente romano, una sonata de Albéniz, un Goya, Ortega y Gasset, una película como 1980, de Iñaki Arteta, que crea conciencia y recuerda el año más sanguinario de ETA. Y por supuesto, mi patria son las obras literarias de quienes inyectaron torrentes de genio y de fantasía a una lengua que hablan seiscientos millones de personas… Cuando digo España evoco todo ese gran legado, ese valioso tesoro cultural.
–¿Qué aporta este libro a su ya larga bibliografía dedicada a España?
–Ser español es más que tener un DNI, es compartir un legado común, hecho de historia, mitos, libros, música, arte, paisajes… En Y cuando digo España he querido reunir mucha información, darle forma y, sobre todo, insuflarle alma y corazón. No concibo la historia como un terreno frío y lejano, sino como algo vivo y palpitante. Desde el prólogo lo dejo bien claro en palabras de Jorge Guillén. Voy a hablar de mi patria, «tan anterior a mí, y que yo quiero, quiero / viva después de mí». Sin duda alguna es mi libro más patriótico.
–¿Cuál es para usted la mayor contribución de España al mundo?
–Quizá, la lengua; esa lengua de ida y vuelta con América. Una lengua no del imperio, sino de la imaginación, del amor, de la justicia. Pero, por desgracia, nuestra lengua vive hoy una gran paradoja: crece vertiginosamente en todo el mundo a la vez que se ve arrinconada en la península a causa de una torpe política de «normalización» lingüística, palabra monstruosa de inequívocas resonancias nazis. Se pretende hacer creer que hay una lengua inocente que se debe proteger, la singular de una región, frente a una lengua culpable, la común a todos los españoles. Pero el idioma español no está en peligro; los españoles y España, sí. Porque determinadas disposiciones del Gobierno parecen avalar el proyecto separatista de eliminar cualquier elemento simbólico y real que sostenga la idea y la realidad de España.
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–¿Por qué a los historiadores españoles les cuesta tanto salir de la zona de confort universitaria?
–Desde mis comienzos universitarios reivindiqué una Historia que pudiera intervenir en el presente social y político .Una Historia que debía esforzarse en aplicar su enorme caudal no al entretenimiento o a la distracción, sino al remedio de las dolencias del mundo. Siempre pensé que la Historia era un magnífico instrumento para denunciar imposturas y apaños. El aislamiento orgulloso de los historiadores ha escondido muchas veces su manifiesta incapacidad para participar con soluciones en el debate público. Hoy, si cabe, resulta más clamorosa su ausencia en esta hora grave de España. Estoy seguro de que a los intelectuales de principios del XX les avergonzaría el silencio de los intelectuales de hoy respecto de la razón y el sentimiento de España.
–En esta época de posverdad parece más cierto que nunca, no ya lo de que todo está en los libros, sino que lo único real está en ellos, ¿qué opina?
–Nos acercamos vertiginosamente al mundo de Orwell, que tras su experiencia en nuestra guerra civil escribió Rebelión en la granja y 1984: dos libros que tienen en común la fidelidad objetiva a los hechos frente a los intentos totalitarios de reescribir el pasado y de manipular el presente a conveniencia. «Si el líder dice de tal evento esto no ocurrió, pues no ocurrió. Si dice que dos y dos son cinco, pues dos y dos son cinco. Esta perspectiva –escribía Orwell– me preocupa mucho más que las bombas». Estamos ya en ese mundo. Fíjense en la ley de Memoria Democrática, cuya letra pone en acción al vigilante Gran Hermano y a los policías del pensamiento y de la neolengua, cuya pobreza aspira a reducir también nuestra capacidad de pensar. Si se pone en marcha, no faltará tampoco el Ministerio de la Verdad, con legiones de funcionarios dedicados a reescribir la historia para que se acople perfectamente al discurso oficial. Confío en que los historiadores no acepten el nuevo oficio de lacayos que les impone la Memoria Democrática y la impugnen con todas sus fuerzas.
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–Para terminar. Usted ha escrito páginas muy hermosas sobre Valladolid ¿Qué papel juega nuestra provincia en la identidad española?
–Sí, es verdad. Cuando digo España también vuelvo a Valladolid, cuyas fiestas y torneos llevó Jorge Manrique a sus célebres Coplas. Aquí se casaron de tapadillo Isabel y Fernando; aquí murió Colón y nacieron Felipe II y Felipe IV. Aquí tuvo su corte Felipe III… Y cómo olvidar Medina del Campo, con sus ferias medievales de carácter internacional. O Tordesillas, lugar clave en nuestra historia. No sin razón escribió Azorín: «De Tordesillas, como punto de arranque, parten tres caminos imaginarios: uno va al centro de Europa, el segundo es el de África, el tercero es el de América». Y en cuanto al paisaje, sin duda el de tierra de Campos. Allí, en Villagarcía, como jesuita está mi patria. No hay nada más parecido a un océano que esta tierra. En esa tierra desnuda junto al cielo grito como mi paisano Unamuno: «soy español de nacimiento, de educación, de cuerpo y espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio».
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