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En 2020 se cumplen cien años de la muerte del torero más grande que, quizá, vieron los tiempos, José Gómez Ortega, 'Joselito'. Un portento que llevó la tauromaquia a otra dimensión. Como afirma el periodista taurino Fernando Fernández Román, fue alguien a quien un siglo después todavía se le rinde pleitesía. Y desde el Aula de Cultura queremos también hacerlo conversando con quien ha sido la cara más reconocible de la comunicación taurina de las últimas décadas. Una nueva sesión virtual del Aula de Cultura que, con el patrocinio de Obra Social laCaixa y Fundación Vocento, puede seguirse este viernes en la web de El Norte de Castilla.
–¿Qué supuso la irrupción de Joselito en y para la tauromaquia?
–Una epifanía. El advenimiento de un oráculo imprevisto. Un chiquillo, proveniente de una dinastía torera, que desde casi la infancia mostró cualidades excepcionales. Alguien que deslumbró a cuantos le vieron en sus primeros encuentros con erales y becerras. Su llegada a la Fiesta, en una época de interregno de grandes toreros, fue providencial.
–¿Cómo es posible que el maestro de maestros muriera en una plaza de segunda?
–Los toros bravos, cuando salen al ruedo, llevan en sus defensas dos muertes sin estrenar, independientemente del escenario en que se encuentren. La muerte no tiene lugar de residencia, no está empadronada. Le ocurrió a Manolete en Linares, a Paquirri en Pozoblanco, a Yiyo en Colmenar… y recientemente a Víctor Barrio en Teruel y a Fandiño en una plaza de pueblo francesa. Quizá lo de Joselito el Gallo fue más sonado, más sorprendente. Era tan poderoso…
–La llamada Edad de Oro del toreo se cimentó, en buena parte, en la rivalidad entre Joselito y Belmonte. Las rivalidades siempre crean afición. ¿Se echa en falta un poco de ella hoy?
–España en un país de bandos… o de banderías, más bien. Parece que los españoles tenemos una atávica necesidad de buscarnos la boca constantemente, y para eso se necesitan banderines de enganche a los que alistarse. En la segunda década del XX, José y Juan encendieron el entusiasmo de los aficionados, como antes Lagartijo y Frascuelo; pero para que ese incendio de pasiones se produzca los contendientes tienen que aportar, además de unas cualidades excepcionales, estilos contrapuestos. Joselito era un dios torero aparentemente incontestable; Juan un luzbel impredecible, aguerrido y transgresor. Con tales ingredientes, la contienda estaba servida.
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–Se cumple un siglo de su muerte y quizá en estos cien años los toros no hayan atravesado una situación tan complicada como la actual, ¿hay futuro?
–Hay futuro, naturalmente. Lo difícil es predecirlo. La Tauromaquia siempre ha estado envuelta en polémicas. Ha sufrido embestidas, amenazas y prohibiciones. Siempre salió indemne de ellas, e incluso fortalecida; pero ahora tenemos un enemigo muy poderoso, el animalismo, y un abandono –o ataque frontal, que es peor—por parte del gobierno actual. Ahí puede anidar un germen contra el que, de momento, no encontramos ni terapia ni vacuna.
–Pero hay quien dice que la tauromaquia está en decadencia por haber perdido buena parte de su verdad. Y culpan de ello más a ciertas gentes del toro que a sus detractores.
–No hay más que una verdad: la que nos ofrece Joselito el Gallo, 'el Rey de los Toreros', muerto por un toro chico y cornicorto en una plaza de pueblo. Claro que hay corruptelas entre las bambalinas de la Fiesta, la mayoría de ellas, en efecto, causadas por desaprensivos parásitos que pululan en derredor de toro y torero; pero en lo que ciertamente hemos fallado quienes ejercemos la información taurina es en la forma de contar las cosas. No hemos sabido predicar la belleza del rostro porque era más 'comercial' destacar la mácula del lunar. Ya dijo García Lorca, en el año 36, que habíamos desaprovechado un bien cultural envidiable «por una falsa pedagogía que nos han dado».
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–¿Qué palabra definiría mejor al maestro sevillano?
–Deberían ser dos: portentoso y clarividente. Practicaba el dominio del arte y el arte del dominio. Por eso, los profesionales, aficionados y público en general se descubren aún ante el recuerdo de su muerte. Por los siglos de los siglos, José.
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