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Carme Riera, en la Casa de Cervantes.
Una 'sherezade' mallorquina

Una 'sherezade' mallorquina

Carme Riera comparte su trayectoria literaria en el Aula de Cultura de El Norte

Victoria M. Niño

Sábado, 29 de noviembre 2014, 10:47

Encandiló con gracia al público que llenó la sala de Casa de Cervantes. Lo anunciaba en su título Todos queremos ser Sherezade, aunque en realidad, la mayoría preferimos ser sultanes, los entretenidos y seducidos por sus cuentos. Carme Riera era la sherezade mallorquina convocante en el Aula de Cultura de El Norte en colaboración con la Casa Museo de su admirado Cervantes.

Sostiene Riera que «no queremos morir, todos deseamos seguir contando para no morir. Incluso cuando estoy escribiendo algo, es como si no pudiera morir hasta que no lo acabo». Esta profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona se presenta a sus alumnos anunciándoles, «algo macabra», que «quien les habla es un cadáver futuro», eso sí, aclarándoles que ellos también lo serán «aunque tardarán más».

El intento de aprehender el tiempo, de posponer el inevitable final de Sherezade, Riera lo hace suyo. «Ya saben el cuento, un sultán castiga a su mujer que le ha engañado, tomando una virgen cada noche y sacrificándola al día siguiente. Hasta que la hija del visir, Sherezade, defendiendo a las mujeres, decide acabar con aquello. Para evitar la muerte contó al sultán un cuento que le gustó tanto, que a la noche siguiente le pidió otro, y así hasta 1.001 noches. Mientras, le dio tiempo a tener dos hijos. Las noches de cuentos y amor son admirables, me parece un binomio perfecto», celebraba la académica de la RAE.

Suscribe con Vinyoli y Panero que la literatura es un juego para aplazar la muerte, aunque a veces ese arte salte el tiempo de la invención e invada el resto de la vida. «Trabajaba en El verano inglés, estaba dando vueltas a los personajes, cuando me invitó mi agente, Carmen Balcells, a una comida en su casa, un homenaje a Vargas Llosa. Allí estaba Juan Cruz, personaje famoso por llevar tres o cuatro móviles. Contó un chiste malo. Pues bien ese chiste acaba repitiéndolo el camarero de mi libro». Riera reconoció que «cualquier cosa que me pasa se queda en el desván de la memoria y tarde o temprano acaba saliendo». Y es que para esta literata «los escritores somos gente corriente, eso sí con una antena abierta que capta cosas que a otras personas no parece interesarles y a nosotros se nos quedan en la memoria».

Recordó su primera novela, Una primavera para Domenico Guarini. «Un día llega mi marido a casa y me dice: ¿sabes a quién he visto en la Rambla? A Domenico Guarini. Resulta que ese hombre existía. Cuando éramos novios me había escrito una carta a Barcelona explicándome el caso de un alumno con problemas familiares que para llamar la atención había entrado en la sala de profesores y con un cuchillo habría rasgado unos sillones del XVIII. Mi Domenico había evolucionado un poco más y se carga La Primavera de Boticelli». Deudora de la tradición oral, de las historias, «que no cuentos», que le contaba su abuela, lamentó que ahora la televisión haya acabado con «el lenguaje popular, ese que tan bien reflejó Delibes de su Castilla, y yo he intentado hacer lo mismo con el mallorquín. Me parece que esa lengua de campesinos, con una ironía brutal, esponjosa, capaz de afinados matices se la ha cargado la televisión».

Y la sherezade mallorquina comenzó a satisfacer la curiosidad literaria de las decenas de sultanes a su alrededor. En el último azul, la novela con la que logró entre otros muchos premios el Nacional de Narrativa de 1995, despertó la pregunta sobre la novela histórica. «Menos mal que Delibes no había publicado aún El Hereje», decía. «Esa novela nace de una inquietud desde pequeña, por qué a algunos niños les hacían burla y les apedreaban. Con el tiempo supe que eran chuetas, descendientes de judíos mallorquines. Mientras en la Península se borraron pronto los sambenitos, en Mallorca duraron hasta 1822. Por eso trabajé sobre la quema en la hoguera de 37 judíos que prefirieron morir antes que convertirse, en 1691».

Ha probado el cuento, la novela, el ensayo y hasta la poesía, «aunque no era buena», y a pesar de los reconocimientos, de la brillantez de su carrera, repasó sus fracasos. «Me empeñé en hacer unos cuentos eróticos (El hotel de los cuentos y otros relatos neuróticos), por el reto de buscar palabras para la sexualidad femenina, nombrar las sensaciones y emociones erógenas. Pero no me salió. Lo releí para traducirlo hace poco y me veía como una monja ursulina, de tanta candidez como desprendía».

A finales de la anterior década se atrevió con la realidad circundante. La desaparición de un estudiante francés en su universidad en 2007 la llevó a fabular aquello en Naturaleza muerta. Años después, en 2013 publicó la realidad próxima en Tiempo de inocencia, unas estampas sobre la isla de su infancia para poderles contar a sus nietas su niñez. «Ya no queda nada de la Palma en la que me crié. Cuando mayor es la tentación de que la nostalgia te acabe por estrangular, decidí contarlo para exorcizarlo», confesó esta sherezade.

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