Lo primero que llama la atención al adentrarse en el almacén del Museo Nacional de Escultura es su escrupuloso orden. Nada que ver con la sensación de piezas amontonadas, o dispuestas a la buena de dios, a menudo con polvo, que uno puede asociar a ... la palabra. O incluso a algunas imágenes históricas de los orígenes del museo, cuando la colección todavía no se había instalado en su sede definitiva de San Gregorio. Este es un almacén que deslumbra, que seduce y que sorprende. Pasear entre sus piezas es como hacerlo entre un bosque de imágenes impresionantes -notables todas, magníficas muchas de ellas- que desbordan la mirada del visitante. Es como un festín privado de arte.
Publicidad
No es de extrañar que la visita al depósito del museo animara al cineasta y crítico Augusto M. Torres a realizar su cortometraje 'Almacén y el almacén' (ver apoyo), en el que juega con la interrelación entre esos dos mundos, y donde desvela el misterio de la fuente oculta de la que manan las magníficas tallas que han sorprendido a tantos. Y es que si la exposición original, que desde agosto puede volver a verse en el Palacio de Villena, resulta un descubrimiento, adentrarse en el lugar en el que residen habitualmente esas obras, como ha podido hacer este periódico, no resulta una experiencia menos impactante.
Entre las piezas más raras, los gajos de la venera de la concha de San Benito, que se reconstruyó para la exposición dedicada a Berruguete y que ahora aparecen apilados en estanterías. Un poco más allá pueden verse también respaldos y medallones del coro de San Francisco. Y alrededor multitudes de esculturas. Guardadas en cajas, las piezas más pequeñas, fragmentos de obras que quizás nunca puedan reconstruirse, pero que están ahí como testimonio de obras hoy desaparecidas, de las que sólo nos han llegado restos. Obras mutiladas que nos hacen entender que las piezas que conocemos apenas son los restos del naufragio que la historia ha depositado ante la playa de nuestro presente.
Más de 1.500 piezas se atesoran en los almacenes del Museo Nacional de Escultura, de las que sólo 300 han podido salir a la luz en la exposición 'Almacén. El lugar de los invisibles'. Pero muchas más hubieran podido ocupar su lugar. Cuando uno se sumerge en esos pasillos surge muchas veces la pregunta: ¿y por qué esta no? ¿y ésta? En algunos casos, ante piezas de Pedro de Mena, Salzillo, Gregorio Fernández, Antón de Morales o Cristóbal Ramos, entre otros, la sorpresa es aún mayor, pues parecieran dignas de figurar incluso en la colección permanente del museo.
Publicidad
«De entre todas las obras que no se exponen habitualmente escogimos las que estaban en mejores condiciones, las de mayor calidad artística, o aquellas cuyo deterioro implicase una memoria de la propia pieza», explica la directora del Museo Nacional de Escultura, María Bolaños. Pero muchas otras, admite, habrían podido ocupar su lugar. De hecho, aunque la exposición estaba diseñada en un 90% antes de montarla, y con las piezas ya seleccionadas, a la hora de la verdad se produjeron sustituciones en respuesta a las sensaciones y estímulos que despertaban las obras al confrontarse con el espacio final.
«La exposición 'Almacén' es un banquete de esculturas que muestra la verdadera naturaleza de una colección que es el resultado de la desamortización y que está hecha a partir de muñones y obras mutiladas o incompletas», explica Bolaños. En el Museo se expone una selección que busca ser representativa de los autores principales, épocas, escuelas, iconografías o materiales, pero que obliga a dejar fuera muchas piezas valiosas por falta de espacio. «Cada vez que prestamos una pieza aprovechamos para colocar en su lugar otra del almacén; nunca dejamos huecos vacíos». Es una forma de dar visibilidad a algunas de esas abundantes joyas normalmente invisibles.
Publicidad
Una de las sorpresas mayores de la visita al almacén surge al comprobar el excelente estado de conservación de casi todas las piezas. «Es el resultado de una política de restauración progresiva de toda la colección, también de las obras que no se exponen, realizada a lo largo de los años», explica el subdirector Manuel Arias, responsable del área de colecciones. «Si pudimos montar 'Almacén' es porque las obras estaban restauradas y en perfecto estado. De otro modo no hubiera sido posible».
'Almacén', con todo, y pese a sus muchas singularidades, no deja de ser una exposición. Pero en algunas de sus salas se evoca la sensación que podría tener cualquier persona que visitara el depósito real donde se guardan las obras. «El recurso de la multiplicación de objetos iconográficos similares permite abrir las obras a una nueva significación. Es esa idea de Andy Warhol cuando explica que una imagen de Marilyn Monroe es un mito, pero que 50 imágenes juntas de la misma actriz ya no. La repetición te cambia la percepción», explica María Bolaños.
Publicidad
Esa desmitificación propiciada por la multiplicación se deja sentir también en el interior del almacén real del museo. Desubicadas de su lugar natural, los templos a los que originalmente pertenecían, y privadas de un espacio escenográfico (sean los retablos y las capillas originales, o las salas del museo) que ponga el foco sobre las imágenes y las realce, éstas se presentan en la crudeza de su pura materialidad de objetos tallados por las manos del hombre. En cierto modo, desacralizados. Frágiles, e incluso prescindibles. Pero ni aun así desaparece del todo su misterio. La fuerza de los rostros, de las manos, o de los gestos es tal que desborda los espacios donde las esculturas se encuentran encajonadas, encerradas en armarios, o colgadas unas junto a otras. La expresividad de las obras tiene fuerza expansiva, y a veces pareciera como si reclamaran a nuestra mirada más espacio vital, más aire a su alrededor, una peana desde la que mirar al mundo, y desde la que poder ser también mejor contemplados. Algo que ni siquiera el más ordenado almacén puede proporcionar, pues es privilegio de las salas.
Fascinante es también la parte de los peines deslizables de los que cuelga la muy notable colección de pintura del museo, de la que apenas se exhibe una pequeña muestra en sus instalaciones.
«Quedé fascinado por la exposición Almacén, y eso que yo no soy muy amigo de ellas», recuerda Augusto M. Torres cuando se le pregunta por las razones que le condujeron a abordar su último cortometraje 'Almacén y el almacén'. «Me la recomendó Vicente Molina Foix y quedé fascinado por la puesta en escena. De repente ves lo mismo de siempre, lo que has visto mil veces antes, pero al revés. Todos los elementos que la religión te metió desde niño en la cabeza adquieren ahí una perspectiva distinta y eso me parece muy original. Era algo que se alejaba de la idea habitual de una exposición. Me parece revolucionario verles las tripas a las esculturas», explicó el realizador durante una reciente visita a Valladolid para una proyección privada de su obra ante los responsables del Museo Nacional de Escultura. El viaje fue aprovechado para entregar una copia en Seminci, en la confianza de que pueda ser estrenada en la edición de este año del festival.
Tras el descubrimiento inicial, surgió la pregunta: ¿de dónde han salido estas piezas, que no forman parte de la colección permanente? «Y eso me llevó al almacén del museo, a ese mundo de las obras no expuestas». La idea básica del corto es justamente esa: contar la interrelación entre los dos 'almacenes', el de la exposición que lleva ese nombre, y el real en el que se depositan las piezas que no muestra la colección permanente.
El documental, de unos 20 minutos de duración, está rodado a partir de una serie de planos fijos, muy bellamente compuestos e iluminados, pero que casi niegan la idea de movimiento. «Todos mis cortos los hago así», explica el realizador, que tiene, además, a sus espaldas una dilatada carrera como crítico de cine. «El movimiento de la cámara exige unos recursos técnicos y económicos mucho más complejos que no me puedo permitir».
Destaca, asimismo, otra ausencia, la de la música, algo también habitual en las obras de este creador madrileño. «Odio que mis cortometrajes tengan música, y tampoco me gustan la voz del narrador, pero en esta ocasión incluir algunas locuciones me pareció imprescindible». De hecho, las breves explicaciones que ofrece la voz de la directora del museo, María Bolaños, son imprescindibles para ayudar a situar las imágenes que se muestran, y que explican el sentido de la exposición y lo que sus responsables buscaban con ella. El sonido de fondo, un sordo rumor de gente, se grabó en la vecina iglesia de San Pablo y se usa como banda sonora del interior del museo, evocando la presencia de un público que prácticamente no se ve.
El documental arranca del exterior, de la Plaza de San Pablo, y 'viaja', en una sucesión de planos fijos, hasta las entrañas del museo. En la primera parte la obra recorre una selección de las piezas más memorables de la colección expositiva (Berruguete, Gregorio Fernández, Juan de Juni, Pedro de Mena…), para viajar luego a la exposición Almacén y al almacén mismo, que despliega ante los ojos del espectador una parte de sus encantos ocultos.
Augusto M. Torres es especialmente conocido por su labor como crítico de cine, durante más de 20 años en El País, pero tiene a sus espaldas también una dilatada carrera como guionista y como realizador cinematográfico -más de una veintena de cortometrajes y siete largometrajes- entre los que destacan los que dedicó a Iván Zulueta y al recientemente fallecido Juan Marsé. Asimismo, ha publicado varias novelas -la última, recién salida del horno, lleva por título 'Tuberculosis', aunque fue concebida y escrita antes de que se desatara la pandemia de Covid 19- y un gran número de publicaciones sobre cine.
«El mundo del cortometraje es hoy un desastre, prácticamente no existe», se lamenta Augusto M. Torres. «Hace cuarenta años, con la UCD, se vivió una época buena, porque los cines tenían la obligación de proyectar cortos antes de las películas. Aquello permitió que el cortometraje fuera una escuela de iniciación al cine para muchos creadores. Pero ahora los cortos sólo se exhiben en unas pocas salas y en los festivales temáticos, lo que dificulta mucho su posibilidad de llegar al público».
«En nuestra colección hay mucha pintura, pero en el museo se encuentra en un segundo plano porque en este terreno no es excepcional, aunque haya obras notables», explica Manuel Arias. De hecho, el museo cuenta con cuadros de Rubens, Zurbarán, Berruguete o incluso un bodegón atribuido a la célebre Artemisa Gentileschi, de la que apenas se conservan unas pocas obras. Algunas de ellas se exhiben. Otras se atesoran entre esos 'peines' que, cada vez que se abren, despliegan bellezas escondidas.
Publicidad
El escrupuloso orden alcanza al control de los movimientos de las piezas. Nada cambia de sitio, ni siquiera el más minúsculo fragmento, sin que se documente adecuadamente la salida de su recinto habitual, el lugar al que se ha movido, el investigador que ha pedido consultar la obra (si es el caso) y su retorno. De todo ello queda constancia en un archivo en el que, quién sabe, quizás los investigadores del mañana descubran nombres célebres, que hoy todavía no lo son, entre los visitantes ilustres del museo. Porque, que nadie lo dude, detrás del orden que se respira en los almacenes del museo está el trabajo callado de quienes proporcionan a estos 'ancianos venerables' los cuidados que les preservan del desgaste del tiempo y los salvan para la historia.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.