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La vocación alpinista del geógrafo vallisoletano Eduardo Martínez de Pisón ha encontrado una expresión original y especialmente afortunada en 'Dibujos de campo. Excursiones con una caja de lápices', editado por Desnivel hace unos meses. Una obra compuesta, sobre todo, por dibujos caricaturescos, de ánimo optimista ... y bondadoso, realizados a lo largo de su vida en algunas de sus abundantísimas aventuras por las montañas del planeta. El Himalaya, el Karakórum, los Alpes, Pirineos, Gredos, o la sierra de Guadarrama, entre otros, desfilan en sus imágenes, reducidos a unos pocos trazos en los que capta la grandeza de estos espacios, al alcance sólo de unos pocos afortunados.
«Pasear por una alta montaña es como pasear por un museo, en cuanto al placer estético de contemplar la belleza que tienes alrededor. Pero es que, además, tú estás dentro del cuadro. Esto marca una diferencia vital. Es una experiencia. Y cuanto más tiempo estás, o cuanta más dificultad tiene la empresa, más vida le echas. Puede llegar a convertirse en un trozo esencial de tu existencia», explica Martínez de Pisón, que en los últimos dos años ha protagonizado una intensa actividad editorial, tan sólo en parte relacionada con su actividad profesional como geógrafo.
Este mismo mes acaba de publicar un libro dedicado a los paisajes y escenarios de Tintín, y en 2018 sumó otros dos títulos que reflejan el carácter polifacético de su mirada, y su decidido empeño en conectar su faceta laboral con su vocación cultural: 'La montaña y el arte. Miradas desde la pintura, la música y la literatura' y, además, 'Viajes al centro de la Tierra. Noticias literarias: de Homero a Jules Verne', editados ambos por Fórcola. Con anterioridad dio a conocer su otra faceta como dibujante, los dibujos más técnicos, precisos y descriptivos, en 'Montañas dibujadas' (Desnivel). Pero en 'Dibujos de campo' aflora una mirada más personal. Una mirada en la que confluyen el espíritu contemplativo y el retrato amable de algunas de las peripecias de cada viaje. En muchos casos, además, los dibujos han sido hechos in situ, rodeado de las inclemencias del momento.
«El libro es una expresión de gratitud. En primer lugar, hacia los amigos que me acompañaron en estas aventuras, y sin los cuales no hubieran sido posibles. Pero también gratitud al mundo, a la Tierra, a la montaña y a los grandes paisajes. Gratitud por lo mucho que dan y lo poco que cobran. En esos lugares no necesitas una tarjeta de crédito, salvo para llegar hasta allí. Pero no te cobra el bosque por estar en él. Hay una sensación de complacencia, de identificación con la naturaleza, que es un estado de comunión directa con lo natural al cual se llega».
Una mirada, asimismo, en la que prima el sentido del humor, más allá de las incomodidades que en ocasiones se retratan. «El tono amable quiere reflejar la cordialidad de la experiencia vivida entre amigos. Pero también se trata de mirar la vida con sentido del humor. El humor es siempre bueno. Te permite mantener una cierta inocencia inteligente y eso, en el mundo de hoy, es muy necesario». Humor y mirada bondadosa, optimista. «Este libro es eso: mirar la buena cara de las cosas y compartirlo».
Una actitud positiva que se presupone a quien se enfrenta a las dificultades cotidianas que los propios dibujos muestran: frío, por descontado; puentes frágiles a punto de romperse; vientos que agitan las tiendas; sanguijuelas, humedad, desamparo… Obstáculos suficientes para quitar la afición a espíritus menos recios y menos amigos de la aventura. «Las sanguijuelas son una verdadera plaga en algunos lugares. Llegan a asaltarte por el camino. Pero no te quitan la afición. Te habitúas a arrancártelas y a seguir. Todo te lo puedes tomar trágicamente y acabar histérico perdido, pero aprendes a afrontarlo con humor y filosofía. A fin de cuentas, todo eso forma parte del mundo que te rodea».
Un mundo de una grandeza tan sobrecogedora que invita a la contemplación. En un dibujo especialmente expresivo, Eduardo Martínez de Pisón se pinta a sí mismo solo, diminuto, en medio del circo del Monte Everest, y pronunciando un humilde: «¡Oh!». ¿Tener esa capacidad contemplativa es imprescindible en un alpinista? «Hay gente que no la tiene, con una afición puramente deportiva, que busca superar retos para marcar con una X que los han conseguido. Pero son los menos. La mayor parte de la gente que practica alpinismo es porque le gusta estar en estos grandes espacios. Porque te complace, te satisface y te llena el estar allí, y vivir la experiencia de contemplar realidades que tan sólo puedes ver en estos lugares. Lo vives, y a veces también lo padeces, porque el clima es extremo y las exigencias del lugar son grandes. Pero, en realidad, lo feliz domina a lo infeliz por completo. Te inunda una sensación de bienestar y quieres repetirla. Y quieres que tu vida transcurra lo más posible en esos lugares y ante esos sitios. Y haces todo lo que puedes para lograrlo». De ahí sale el espíritu montañero más clásico y el más leal con la montaña. «Pero también puede nacer de ahí el espíritu científico, que no sólo viene de una racionalización sobre la Tierra y sus características físicas, sino también del gusto de entenderla y de experimentarla. Como es mi caso».
Esa experiencia feliz impregna también los dibujos que reflejan la parte más incómoda del viaje. «Es que, siempre que la situación no llegue a ser dramática, también se pasa bien afrontando dificultades y molestias. Esas pequeñas incomodidades terminan siendo buenos recuerdos. Cuando se seca, la mojadura que en su momento sufriste, o el frío que te helaba los pies, acaba siendo una experiencia divertida que revives con tus amigos entre risas. Y esas anécdotas van llenando lo que es la vida. A veces, la ausencia de hechos así, de estas pequeñas alegrías, se traduce en monotonía. Pero con esto no quiero decir que éste sea el único modo de conseguirlo. Seguramente otros logran algo parecido por otros caminos. Yo me limito a contar lo mío».
Muchas de las sensaciones, o emociones, ligadas a todas estas aventuras son las que se recogen en Dibujos de campo, un libro que surgió casi por casualidad, porque nunca Martínez de Pisón pensó en publicar unas ilustraciones que siempre concibió como muy privadas, incluso íntimas, surgidas de la complicidad con el grupo humano que, en cada caso, le acompañó en sus andanzas. «Un día que vino a casa el editor de Desnivel, Darío Rodríguez, le enseñé los dibujos, pero sólo como curiosidad. Para mi sorpresa, a él le pareció que eran publicables. Inicialmente yo me resistí, porque me parecía que no tenían sentido fuera del contexto en el que habían sido realizados. Pero luego lo pensé mejor, y con mucha calma, y poco a poco, fui seleccionando algunos dibujos, escaneándolos y ordenándolos, hasta que un día me presenté en la editorial con el material. Y de ahí salió un libro que, gracias a su trabajo de edición y de maquetación, ha quedado precioso».
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