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begoña gómez moral
Sábado, 17 de julio 2021, 08:53
Corría el año 1516 y el obispo estaba harto de recibir quejas. Rara era la semana en que no llegaban a sus oídos comentarios sobre algún canónigo indignado por haber tenido que interrumpir el servicio religioso a causa del incesante ajetreo de burgaleses que iban ... y venían al mercado usando la escalera interior de la catedral para salvar los casi ocho metros de altura entre la parte alta de la ciudad y el terreno llano que se extiende hasta el Arlanzón. Era normal que durante el día los fieles circulasen libremente e incluso se realizasen espectáculos y reuniones dentro de la catedral, que era un edificio público y, como tal, parte inseparable de la ciudad. La puerta de Coronería, que está situada en la cara norte y ostenta por la parte exterior la representación del Juicio Final, permitía a los vecinos del barrio alto atajar. Era mucho más rápido que dar un rodeo entre callejuelas empinadas pero ese uso implicaba tener que aguantar durante los oficios el trasiego constante de vecinos subiendo y bajando con sacos, viandas, enseres y hasta animales que esperaban vender o habían comprado en los numerosos puestos adosados a las casas alrededor de la catedral. El problema no era nuevo y de nada habían servido ni peticiones ni advertencias. Más bien al contrario, la situación había empeorado al mismo tiempo que la ciudad crecía hasta convertirse en un importante centro de distribución de mercancías para el norte peninsular. Los peregrinos del Camino de Santiago, que a menudo utilizaban esa puerta, tenían derecho a acceder al templo, igual que los habitantes del barrio de arriba, pero no a ese precio.
El obispo se llamaba Juan Rodríguez de Fonseca. A los 68 años, después de una brillante carrera como comisario de Cruzada, emisario papal, diplomático, colaborador real, presidente de la Junta de Indias y prelado en Córdoba, Palencia y Rossano, había oficiado bodas reales, había organizado los viajes de Cristóbal Colón y había firmado como testigo en el testamento de Isabel de Castilla. Estaba acostumbrado a hacer frente a situaciones bastante más peliagudas que aquella. Era necesario decidir y el obispo decidió. En contra de la opinión mayoritaria del cabildo, dispuso no solo cerrar la puerta de Coronería, que daba acceso desde la actual calle de Fernán González, sino también derribar la escalera. Tres años después, en 1519, dio el visto bueno al proyecto para construir una nueva. El encargado de idearla fue un burgalés llamado Diego de Siloé. Recién llegado de Nápoles, el joven, de apenas 25 o 27 años, había crecido en el taller de su padre, Gil de Siloé, entre el constante repicar del cincel y el escoplo golpeando contra el mármol y el olor de la madera lijada, preparada para convertirse en retablo.
Un nuevo estilo
A su regreso de Italia, Diego traía en la retina y en sus carpetas de apuntes un nuevo estilo que aún no tenía nombre, pero que acabaría por llamarse Renacimiento. El eco del Belvedere de Bramante, de los proyectos para Villa Madama de Rafael y de la arquitectura visionaria de Francesco di Giorgio Martini resonaban en su propuesta, pero el reto no era fácil. Demolida la antigua escalera, era imprescindible salvar el desnivel entre el suelo de la iglesia y el acceso por la puerta superior, a más de siete metros y medio de altura, hasta la calle que recorre en pendiente el costado de la catedral. Pero esa no era la única limitación. Existía, y existe, otra puerta que se abre en la pared lateral, dejando para la nueva escalera apenas dos metros y medio de profundidad. Aun en esas condiciones tan restrictivas, Siloé concibió una solución extraordinaria gracias no solo a su estilo y proporciones, sino también al ciclo decorativo que ideó a base de grutescos, grifos, temas vegetales y zoomorfos, tan distinto a la fantasía tardogótica que su padre legó a la ciudad. La barandilla, que salió de la mano experta del maestro rejero Hilario unos años después, armoniza en los tramos divergentes con fantasías y cabezas de ángeles; en los convergentes, con figuras mitológicas que sostienen medallones ornamentales. Los diecinueve escalones comienzan con cuatro peldaños curvos seguidos del primer tramo recto de escalera. Tras un rellano, donde se abre un arco central, se bifurca en dos brazos que llegan a una nueva altura desde donde otros dos tramos ascienden para unirse en una plataforma en ménsula frente a la puerta de Coronería, que, sin embargo, ya no se emplea para su función inicial. Dice una de las muchas leyendas surgidas en torno a la catedral que fue Napoleón Bonaparte el último en usarla e incluso hoy permanece cerrada casi siempre, salvo en ocasiones excepcionales y durante las celebraciones de Semana Santa, cuando hace las veces de espléndido altar.
Una obra de la magnitud de una catedral gótica no termina nunca. La de Burgos continuó su ampliación con la apertura de capillas hasta el siglo XVIII pero la 'Escalera dorada' se considera una de las últimas proezas arquitectónicas y artísticas de la seo burgalesa, que llevaba en pie 300 años cuando se completó. Casi cien años antes, otro obispo burgalés, Alonso de Cartagena, había traído desde Centroeuropa a Juan de Colonia, el arquitecto que realizó importantes transformaciones siguiendo el modelo gótico germánico y dotó a la catedral de su espectacular verticalidad al añadir las agujas flamígeras que flanquean la entrada principal y rematar la nave central con un bello cimborrio, que se desplomó en 1539. Del desastre surgió uno nuevo, más imponente aún, en el que, tras 30 años de trabajo, Juan de Vallejo hizo confluir los estilos renacentista y mudéjar con el gótico.
Cuando Burgos comenzó a ser Burgos, su primera construcción significativa había sido una fortaleza en el cerro que vigila la llanura hasta mucho más allá de los enclaves cercanos donde los remotos antecesores de la humanidad habían vivido miles de años antes. Para cuando cesaron los enfrentamientos con los reinos musulmanes y el puesto defensivo perdió razón de ser, Burgos ya era una población bulliciosa favorecida por una posición estratégica entre los canales comerciales del norte de la península. La ciudad creció y se extendió a la sombra nítida del castillo y allí abajo, entre la roca y el río, construyeron una catedral con la espiritualidad sobria del Románico. La ciudad tomó el relevo como sede episcopal de la antiquísima diócesis de Oca y, mientras tanto, no dejó de crecer. Como consecuencia, cuando la antigua catedral estuvo terminada ya resultaba pequeña y a todas luces inadecuada para atender a una población en constantes aumento. La necesidad de una seo más grande quedo patente el día 30 de noviembre de 1219, cuando se celebró entre sus muros la boda entre Fernando III y Beatriz de Suabia.
Se cree que la idea de una gran catedral, con el nuevo estilo de las que se habían empezado a construir en Francia o como la que se comenzaba a alzar en León, ya rondaba la cabeza del obispo Mauricio cuando recibió el encargo de viajar al sur de lo que hoy es Alemania para acompañar hasta Burgos a la prometida del rey. Durante el viaje, en algún lugar de paso por París, Bourges, Amiens o Reims, contrató los servicios de un maestro cantero cuyo nombre se ha perdido. Apenas dos años después, el 20 de julio de 1221, se celebró la ceremonia de colocar la primera piedra de la Santa Iglesia Catedral Basílica Metropolitana de Santa María.
Todo en el diseño de una catedral gótica como la de Burgos tiene valor simbólico, no solo la planta en forma de cruz, el bosque de columnas y el desafío ascendente de su altura, que guía la mirada de abajo hacia arriba, o la luz que ilumina estratégicamente el interior a través de los rosetones, sino también la posición geográfica del edificio. Las puertas principales permiten a los fieles entrar por el oeste de la construcción. Mientras avanzan por el interior, se aproximan a la parte más importante del templo, donde se sitúa el altar. Hacia el este situaba la Biblia el Paraíso Terrenal y, dado que la humanidad perdió allí su relación original con la divinidad por aquel asunto del árbol y la serpiente, el altar que restaura la gracia de Dios debía estar también en el este. En muchos mapas medievales era ese punto cardinal –el este o el oriente– y no el norte el que se situaba en la parte superior. Como recuerdo de esa etapa nos ha quedado el verbo orientar.
Aparte de esas directrices generales, quedaba todo por hacer. Pero el trabajo avanzó a buen ritmo y una década más tarde estaba en pie el crucero, el ábside y una pared de la nave central. En 1230 comenzaron a celebrarse los oficios en la nueva catedral, que aún mantenía algunos muros de la antigua. Arquitectos, vidrieros, canteros, albañiles, rejeros, carpinteros, herreros, orfebres y escultores trabajaron a menudo contra reloj. De algunos apenas se conservan unos pocos detalles biográficos y el nombre, como el de los maestros Enrique, Johan Pérez, Pedro Sánchez de Molina, Arnao de Landes, Diego de Santillana o Arnao de Vergara; de otros solo queda la monumental prueba de vida en piedra de Hontoria que es la catedral. Igual que otras veces, envuelta en polémica por las nuevas puertas proyectadas por Antonio López, este verano el templo burgalés por antonomasia toma nuevo impulso y hace gala de su poder para catapultar la imaginación hacia los próximos 800 años.
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