137 esculturas: el museo al aire libre de Valladolid
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Tres historiadores reúnen en un libro las estatuas instaladas en calles, jardines y plazas desde 1835 hasta la actualidadEl roce visual cotidiano hace que en ocasiones pasen desapercibidas a los viandantes, a no ser que se trate de las más monumentales como las de Colón, Zorrilla o Cervantes. Con todo, las esculturas imprimen identidad y simbolismo al entorno, recordando personajes, hechos históricos, ... alegorías, hitos y autores literarios, conformando así la personalidad de la ciudad ya sea con fin ornamental o conmemorativo. Con el propósito de darlas a conocer, los historiadores José Luis Cano de Gardoqui, Carlos Sáez y Pedro Javier Salado han publicado el libro 'La escultura pública en la ciudad de Valladolid (1835-2023)', editado por el servicio municipal de publicaciones. «Este trabajo no es un mero catálogo –advierte Cano de Gardoqui–; tiene carácter divulgativo, y va dirigido fundamentalmente al ciudadano que pasa junto a las obras que decoran y significan nuestros jardines, plazas y calles, no solo explicándolas, sino dando a conocer por qué se erigieron, los artistas y sus trayectorias».
Abre el libro con la muestra de estatutaria urbana más antigua que se conserva en Valladolid, la de Neptuno (1835), de autor anónimo, instalada desde 1932 en la isleta del riachuelo que corre por los jardines del Campo Grande. Formaba parte de la decoración de tres fuentes junto a una Venus y un Mercurio dispuestos en el salón central que entonces existía en el Paseo de Recoletos. Así se inicia esta expedición por las 137 esculturas que los autores acotan como arte público en Valladolid y que integra lápidas que tengan figuración y excluye aquellos elementos que forman parte indisoluble de una estructura arquitectónica. Con todas ellas hacen un repaso a la evolución histórica de este tipo de representaciones, en un principio erigidas como homenaje en la medida que formaban parte del «sentir de la ciudad» y con el tiempo levantadas mayoritariamente como elemento decorativo.
A la pregunta de si consideran que Valladolid necesita más esculturas en la vía pública, el historiador Pedro Javier Salado da por hecho que «habrá más». «Siempre que sean necesarias como testimonio de lo que sucede y sean elementos conmemorativos es una buena forma de decorar el entorno». Augura que «pronto» se le dedicará una escultura a Concha Velasco , fallecida el 2 de diciembre y enterrada en el Panteón de Ilustres de El Carmen. «Este tipo de arte representa a la ciudad, es inevitable que crezca el número de obras; si dentro de unos años crece el catálogo, intentaremos hacer una actualización»..
«Estatuas como las de Zorrilla, Colón o el Conde Ansúrez tenían la consideración de monumento homenaje y eran muy didácticas porque todo el mundo las reconocía, estaban hechas bajo el prisma figurativo tradicional, pero ese criterio evoluciona hasta obras como 'Lo profundo es el aire', tributo de Chillida a Jorge Guillén en la calle Cadenas de San Gregorio. Así se introducen nuevos lenguajes formales que muchos habitantes no reconocen, de ahí la necesidad de explicar también algunas de esas piezas menos comprendidas», aduce Cano de Gardoqui.
Han establecido los tres historiadores una frontera cronológica en 1988, con la inauguración del busto de Rosa Chacel sobre granito, de Francisco Barón, en el Campo Grande. «A partir de entonces la política municipal parece dictar la implantación masiva de esculturas en la ciudad sin contar con la opinión pública. Con el paso de los años el monumento conmemorativo había caído en desuso y se pasó a una estatuaria decorativa por la que apostaron los ayuntamientos con la idea de rellenar espacios urbanos», refiere Carlos Sáez.
Observan los autores del informe que la mayoría de este arte público se concentra en la década de los noventa. «Las políticas municipales de entonces perseguían convertir Valladolid en capital de la escultura», explica Pedro Javier Salado. «Solo entre 1996 y mediados de 1997 se inauguraron diez obras, proyectándose otras once que fueron instaladas en su mayor parte dos años después». En el 2000 se colocaron el monumento a Alonso Berruguete, de Miguel Isla, en el antiguo Mercado Central en Pajarillos, y el homenaje a la Mesta de Miguel Escalona a la entrada de la Cañada Real. También se inauguró en 2001 la escultura de Don Juan Carlos y Doña Sofía, prevista para ser emplazada en un espacio público y finalmente ubicada en el claustro del Patio Herreriano.
Alertan los historiadores de la necesidad de buscar un «cierto equilibrio» entre la política urbanística y «el entendimiento» de la escultura pública por parte del ciudadano. No falta en este estudio la alusión al patrimonio vandalizado, robado o desaparecido, como El Astrónomo (1998), de Jesús Pombo; La Esgueva (1999), de Pablo Ransa, o el monumento al escritor Leopoldo Cano (1935), de Emiliano Barral, grupo escultórico destruido en la guerra civil y del que se conserva un torso en el Museo Nacional de Escultura. «Sería interesante que volviera a su lugar, la plaza de la Libertad», propone Cano de Gardoqui.
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