Imagen de una mujer en Segovia, el día después de la gran nevada de Reyes.A. de Torre
«¡Anda, los húngaros!»
La nevada, que coincidió con la llegada de los húngaros, sirvió para evocar viejos recuerdos, como le ocurría a Aureliano Buendía que, décadas después, evocaba a los gitanos que llegaban a Macondo, todos los años por la misma época
Luis Sánchez-Merlo
Martes, 16 de enero 2018, 12:13
Desde finales del pasado año, 27.500 papeles, fotos, cuadernos, manuscritos de Gabriel García Márquez están digitalizados y colgados en la red. Se trata de documentos que la familia del escritor vendió a una universidad norteamericana por 1,8 millones de euros. Representan casi la mitad del legado y no está previsto colgar el resto en Internet, por lo que, para consultarlo, será preciso desplazarse a la ciudad de Austin, sede del centro Harry Ramson, dependiente de la Universidad de Texas.
Este revival de Gabo trae al recuerdo una de las frases geniales de la literatura castellana. En 'Cien años de soledad': Gerineldo Márquez se dirige al coronel Aureliano Buendía: «Aureliano, está lloviendo en Macondo».
El coronel Gerineldo Márquez acudió aquella tarde a un llamado telegráfico del coronel Aureliano Buendía. Fue una conversación rutinaria que no había de abrir ninguna brecha en la guerra estancada. Al terminar, el coronel Gerineldo Márquez contempló las calles desoladas, el agua cristalizada en los almendros y se encontró perdido en la soledad.
-Aureliano -dijo tristemente en el manipulador-, está lloviendo en Macondo.
Hubo un largo silencio en la línea. De pronto, los aparatos saltaron con los signos despiadados del coronel Aureliano Buendía.
-No seas pendejo, Gerineldo -dijeron los signos-. Es natural que esté lloviendo en agosto.
El día de la gran nevada, quizás lloviera en Macondo. Lo que es seguro es que nevó con furia en Castilla la Vieja. Una autopista fue el escenario fantasmagórico del gran atasco, un desastre imputable una vez más, a las imprevisiones gubernativas. En este domingo inmemorial, de vuelta a casa, tras el paréntesis festivo, Orencio me envió un mensaje:
«Mientras empezaba a nevar y estábamos comiendo en la casa del pueblo, ensaladilla y lechazo, mi madre se levantó de la mesa y dijo: '¡Anda, los húngaros!'. Todos nos asomamos a la ventana y se oían los cascabeles del carromato que desfilaba a paso ligero. Esa escena -de apenas unos segundos- removió toda nuestra infancia y la emoción que siempre suponía, cuando se instalaban unos días en el pueblo y por las noches nos reunían a todos en una especie de circo».
Lo cuenta con detalle y emoción: «En ese momento, el imprevisto paso del carromato de los húngaros me trajo recuerdos de infancia». Algo así le pasó a Gerineldo pero Aureliano, metido en el fragor de la guerra, no entendió o no quiso entender. A Gerineldo, dado todo lo que estaba viviendo, era lo único auténtico que le quedaba en la vida: lo que había sido su infancia compartida con Aureliano en su pueblo, Macondo.
La llegada de los húngaros siempre deparaba sorpresas en el pueblo. Solían acampar al lado de las escuelas. Por las mañanas, durante el recreo, los niños iban a ver qué hacían. Les miraban –con aire entre descreído y embelesado- y los visitantes, en su dignidad, no alteraban su comportamiento. Luego, en la tarde-noche de verano, durante su actuación, costaba relacionar las caras de la mañana con los personajes que actuaban, como profesionales, en la función nocturna.
Y seguía Orencio con su relato fantástico: «Los húngaros siempre fueron queridos en mi pueblo. Era gente muy sencilla que, por agradarnos y hacernos felices, arriesgaban demasiado».
Había en aquel tiempo, una vez por semana. un programa de televisión, 'Crónicas de un pueblo' (ahora se llamaría serie) y en uno de los capítulos llegaba un circo al pueblo. En una de las actuaciones, uno de los chavales hacía una acrobacia muy arriesgada y sufrió un horrible accidente. Todo el pueblo le lloró.
La Guardia Civil transmitía tranquilidad a los vecinos, como en aquella ocasión en que un oso enorme, que mostró cierto nerviosismo, en vez de abrazar a su domador, como era lo previsto, lo atacó en presencia de todo el pueblo. Después de unos momentos de total desconcierto, con el público ya más calmado y el oso enjaulado de nuevo, la actuación prosiguió. La Guardia Civil decidió que las madres del pueblo siguieran en sus taburetes. Pero miraban sin ver. Sólo veían que esa noche el joven húngaro era el hijo de todas las madres del pueblo». Aquellos húngaros sabían actuar a pesar del llanto interior.
Traían burros, caballos, cabras, monos y algún oso ocasionalmente y no había conflictos. No ocurría lo mismo con hojalateros y estañadores, más problemáticos, que también se acercaban al pueblo, recogiendo chatarra y arreglando cazuelas.
Y fluyen los recuerdos que el paso del tiempo no logra apagar nunca: «Contaba mi madre que en el pueblo donde estaba su padre de maestro, los húngaros echaban cine para todo el pueblo. En una ocasión, durante la proyección de una película en la escuela, alguien dijo que se estaba quemando uno de los carros de los húngaros. Los propios magiares, a pesar de la alarma, no querían parar la película. Fueron los del pueblo los que les obligaron y se fueron todos a apagar el carro incendiado”.
De vuelta a la infancia, recuerda Orencio que, uno de aquellos años, en la familia de los húngaros había una chica que, tendría unos 16 ó 17 años. «Nos parecía guapísima. En una de las actuaciones todo el pueblo teníamos que decir tres veces: Chata, Chata y Chata. Y así ella salía y comenzaba su actuación. Ahí estábamos los chicos desgañitándonos para que saliera la chica más guapa que jamás habíamos visto. Ella no nos defraudaba y allí salía toda engalanada. Al día siguiente, en el recreo, todo nuestro afán era poder ver a la Chata. Ella hablaba con nosotros -que éramos unos monicacos- con toda naturalidad. Al año siguiente ya no vino la Chata. Desde entonces los chicos de mi generación la idealizamos para el resto de nuestra vida».
La nevada, que coincidió con la llegada de los húngaros, sirvió para evocar estos recuerdos, como le ocurría a Aureliano Buendía que, décadas después, evocaba a los gitanos que llegaban a Macondo, todos los años por la misma época, siempre capitaneados por Melquiades, que cada año llevaba un invento nuevo al pueblo.
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