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Cuando levanta el plano de un edificio no pierde de vista que ha de hacer felices a quienes lo habiten. «Que permanezca en la memoria y en el corazón de los hombres», ejemplifica Alberto Campo Baeza (Valladolid, 1946) con la Casa Infinita, una de sus ... construcciones más icónicas construida en Cádiz, al pie del océano Atlántico simulando una plataforma de piedra que se adentra en el mar. El Colegio de Arquitectos de Valladolid reivindica la obra de uno de los profesionales españoles con mayor proyección internacional a través de la exposición ‘Proyectar es investigar’ en el Museo Patio Herreriano, y de la conferencia que impartirá el 2 de octubre en el Círculo de Recreo de la calle Duque de la Victoria. Lo diseñó su abuelo, el arquitecto municipal Emilio Baeza Eguiluz, y el nieto se acomodará en los salones con grandes ventanales que llevaron a denominarlo ‘La pecera’ para hablar sobre su obra, constituida por más de cuarenta diseños y otras tantas construcciones.
Entre sus proyectos figuran la extensión del Museo del Louvre en Lievin, la sede del Consejo Consultivo de Castilla y León en Zamora, el Centro de Interpretación del Paisaje en Lanzarote, el estadio de Zúrich, el Museo de la Memoria de Andalucía en Granada, la Casa Olnick Spanu en Nueva York o la Torre Telefónica en Madrid.
El discurso de este profesor emérito de la Escuela de Arquitectura de Madrid –que a los dos años abandonó su Valladolid natal por un traslado familiar a Cádiz–, está trufado de referencias a T. S. Eliot, Octavio Paz y San Agustín y se abona a la ideas de sencillez y transparencia con las que intenta empapar sus creaciones. Quien está acostumbrado a competir en territorios extranjeros esgrimiendo una arquitectura «sobria» y «callada» vive en Madrid, en un pequeño estudio rectangular de veinte metros cuadrados con un armario de fondo del que sale una cama escamoteable, «con una ventana abierta a un patio interior grande desde el que veo de lejos la Torre de Madrid y entra un sol maravilloso; con una cocinita y un baño también pequeño». No tiene teléfono móvil, reloj ni televisión: «La tiré un día por la ventana».
–¿Qué le sugiere el Círculo de Recreo que diseñó su abuelo?
–Una obra espléndida, me choca que no tenga la placa que se pone en Valladolid a los edificios relevantes. Es muy de su época, con una influencia parisina grande, muy definida por unos elementos ornamentales espléndidos. Evidentemente, es una arquitectura muy distinta a la que yo, como nieto suyo, hago, pero con la que Emilio Baeza Eguiluz me inoculó el veneno de la arquitectura a través de mi madre.
–¿Cómo define su estilo?
–El último libro que he escrito es sobre Alejandro de la Sota, arquitecto nacido en Galicia pero que trabajó en Madrid y tuve la suerte de tener como primer profesor en la Escuela de Arquitectura. Me marcó profundamente. Era sobrio, esencial. A mí a veces me ponen la etiqueta de minimalista, que rechazo; la arquitectura que hago la llamo esencial, contenida, razonable, lógica... ; se puede resumir con el título que he dado al libro sobre Alejandro de la Sota en Italia: ‘Lacónico Sota’. Es una arquitectura calma, muy serena, callada. Muy cercana a lo que propone la poesía. María Zambrano hablaba de que la poesía es la palabra acordada con el número, pues eso es la arquitectura que yo quiero hacer, donde las proporciones, la escala, todos estos mecanismos que parecen muy abstractos y con los cuales se trabaja en esta materia constructiva dan lugar a lo mismo que sucede con la construcción de los versos.
–Ingresó en 2015 en la Academia de Bellas Artes de San Fernando con el discurso ‘Buscar denodadamente la belleza’. ¿Dónde la busca usted?
–La belleza no está reservada a unos genios que van flotando. Eso a los alumnos se lo intento transmitir una y otra vez. La belleza está al alcance de todos los españoles, como decía el ‘No-Do’. Otra cosa es que haya que buscarla denodadamente. Para ello hay que dedicar muchísimo tiempo y hablaríamos de la lentitud, de los ritmos con los cuales se consigue. Virgilio tardó once años en escribir la ‘Eneida’, así que cuando pienso en cualquiera de estos escritores tan simpáticos que están inundándonos con su novela anual, que venden tanto y se forran... Tendrían que leer esa obra magistral.
–¿Se ha olvidado la arquitectura contemporánea de otros valores en aras de la espectacularidad?
–No, pero estamos viendo una serie de obras que una sociedad como esta, con unos medios informáticos maravillosos, no digiere. T. S. Eliot hace una distinción entre conocimiento y sabiduría. Para los aquí presentes es un regalo el momento que vivimos, tenemos toda la información. Pero es solo un material base, como el trigo plantado, que otra cosa es el bizcocho que salga de él. Si esa información se elabora y estudia, ahí hay conocimiento.Pero después viene un tercer escalón que es cuando eso se ha digerido. Como dice San Agustín, la memoria es el vientre de la sabiduría y el siguiente paso es hacer que eso actúe. Y tenemos la oportunidad de tener la información y el conocimiento, pero para la sabiduría hay que tener tiempo, saber a dónde se quiere llegar y qué se quiere hacer con todo eso.
–¿Entonces la espectacularidad en muchos edificios es consecuencia del cortoplacismo?
–Y de la ignorancia supina de esta sociedad inculta, que se pasa el día pegada a la televisión. Y ahora también al móvil, ese dichoso aparato que yo tampoco tengo. Esta sociedad tiene la posibilidad de ser cultísima y no lo es. Entonces a esta sociedad inculta tú le presentas un espectáculo arquitectónico, una ensalada de materiales constructivos, y se asombra. Un edificio torcido, inclinado, corrugado, coloreado... en fin, eso es irracional. Que la Cooper Unión, que era Universidad privada pero gratis para sus alumnos en Nueva York, se deje hacer un edificio por un arquitecto que no citaré y se ha quedado sin dinero porque se lo ha gastado todo, es un síntoma de todo eso. Otros arquitectos de estos famositos del ‘star system’ hacen la Ópera de Hamburgo y empiezan con ochenta millones de euros y terminan en mil millones; arruinan el presupuesto de una ciudad para hacer una patochada; pero es que se diseñan patochadas que nadie se atreve a decir que lo son. En cambio, aquí en Valladolid tenéis a Primitivo González, arquitecto espléndido y ¿cuál es su problema, o en mi opinión su virtud?, que hace una arquitectura sobria, callada, muy en la línea de la que yo quiero hacer. Y no porque tengamos un estilo, sino simplemente porque somos lógicos. Esta sociedad tiene todo en su mano y no lo sabe utilizar, se queda en la información.
–¿Cuál de todos sus proyectos le ha reportado más satisfacción?
–Estoy orgulloso de todos. Pero me ha dado mucho prestigio la casa Gaspar, la más sencilla, hecha hace veinte años con 18.000 euros y que el Gobierno andaluz ha declarado Bien de Interés Cultural. También estoy muy orgulloso de la sede del Consejo Consultivo de Castilla y León, en Zamora; se hizo con poco dinero independientemente de las cosas que pasaran por detrás, que no sé ni quiero saberlas y, sin embargo, he tenido la suerte de que haya sido muy reconocida.
–¿Qué tiene que tener un proyecto para perdurar en el tiempo?
–La belleza profunda, capaz de resistir el paso del tiempo. Que sea capaz de tocarnos el corazón y ser utilísimo. Una casa tiene que servir para vivir feliz, no para vivir encarcelado.
–¿Cómo es su diálogo con la luz, tan determinante en sus proyectos?
–Yo entiendo que es un material con el ‘defecto’ de que es gratis frente a la piedra, el ladrillo y el acero, materiales por los que hay que pagar. Por la luz del sol que llega todos los días no hay que abonar nada, está al alcance de todos los españoles, lo que hay que hacer es domeñarla. Es el material más lujoso y es gratis. Lo dice la historia de la arquitectura: el Panteón de Roma, es un ejercicio de luz absoluto.
–¿Y el futuro de la arquitectura?
–Soy optimista. Va a ir de la mano, otra vez, de la razón, de la cabeza, de los creadores que merecen la pena; y también de la tecnología.
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